Ignaz Semmelweis, el médico ignorado que salvó miles de vidas con un gesto

Lavarse las manos, el mantra que hoy nos aleja del contagio por coronavirus, no es una práctica tan habitual como pensamos, y menos en el pasado. De hecho, no sería hasta el siglo XIX cuando se introdujera el hábito en los hospitales y asistencias médicas. ¿Sorprendido? Pues conoce la historia del médico húngaro Ignaz Semmelweis, que fue el introductor de esta pauta básica, pero que sufrió el ostracismo de sus compañeros. Salvó millones de vida, y aún hoy lo hace.

Murió en un psiquiátrico, denostado y ridiculizado por toda la comunidad científica. Hasta que 20 años después, la asepsia en cirugía que impulsó fue rescatada por Louis Pasteur y Joseph Lister y llevada un paso más allá.

IGNAZ SEMMELWEIS, EL ESTUDIANTE DE DERECHO QUE REVOLUCIONÓ LA SANIDAD

Las sociedades actuales no conciben que un médico no realice todo un ritual de asepsia cada vez que toca a un paciente, y más en un tema de cirugía o contagio. En estos días en los que todos nos hemos concienciado de la importancia de lavarse las manos, resulta llamativo conocer el origen de este gesto de vida o muerte.

Ignaz Philipp Semmelweis (1 de julio de 1818 -13 de agosto de 1865) fue un médico húngaro de origen alemán que descubrió que la incidencia de la fiebre puerperal -aquella que provocaba que muchas mujeres murieran en el parto o en los días posteriores- disminuía si el personal sanitario se lavaba las manos.

Lo descubrió después de que en el hospital de Viena en el que trabajaba se produjeran cinco veces más muertes que en los partos atendidos por matronas. ¿Qué hacían ellas que no hicieran los médicos?

La respuesta estaba ante sus ojos: lavarse las manos. Y es que los osbtetras solían realizar las autopsias a las fallecidas y tocar los órganos genitales a las parturientas vivas sin tomar ninguna precaución.

OSTRACISMO Y REDENCIÓN

Durante muchos años trató de hacer razonar a sus colegas médicos sobre ese sencillo gesto. Las numerosas publicaciones científicas que demostraban su teoría, fueron ridiculizadas constantemente. Algunos facultativos lo tomaron como un ataque directo de este abogado frustrado, y trataron por todos los medios de impedir su trabajo. La acusación era muy seria: ¿eran los médicos responsables directos de las muertes de tantas mujeres?

Y es que la ciencia del momento explicaba los altos índices de mortalidad en mujeres a factores como la dieta, la salud de la mujer en el momento del parto o la existencia de miasmas en su vivienda o las zonas donde daban a luz.

Después de varios contratos frustrados y de vivir en una situación precaria, optó por la única vía que le quedaba. En 1856 publicó una carta abierta a todos los profesores de ginecología y a los médicos titulada «¡Asesinos!». Evidentemente, los aludidos echaron el grito en el cielo.

Ni siquiera su entorno más cercano le apoyó, y su esposa, en la creencia de que se estaba volviendo loco, lo mandó internar en un psiquiátrico.

Veinte años después de su muerte, y siguiendo las pautas marcadas por este galeno, Louis Pasteur y Joseph Lister confirmaron sus teorías y las llevaron a la práctica universal, redimiendo así a un médico que pudo haber salvado aún muchas vidas más.