La libertad de expresión de los miembros de las instituciones

La pasada semana se originó un no pequeño revuelo con las declaraciones del vicepresidente segundo del Gobierno, señor Iglesias, criticando ácidamente (“me invade una enorme sensación de injusticia”, dijo), por la condena por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid a una compañera de su partido que había participado en una protesta contra un desahucio de una familia vulnerable (como son prácticamente todas, por cierto). Analicemos lo sucedido.

1. LA SENTENCIA

El referido Tribunal declaró como Hechos Probados que la persona condenada por él participó en la oposición al desahucio de forma agresiva y violenta contra las fuerzas del orden, y para así declararlo, le bastó y sobró con las afirmaciones de los propios miembros de la policía actuantes, a cuyos testimonios otorgó plena credibilidad.

Ya en anterior ocasión (en nuestro libro ‘Misceláneas Jurídicas’) nos hemos referido al comentar la llamada ‘ley Mordaza’ (de, en estos días de confinamiento, tan grato uso sancionatorio, por cierto, por el ministro del Interior), al excesivo valor que se daba al principio de autoridad por nuestros legisladores y, por ende, por nuestros jueces, echando nosotros en falta el que las afirmaciones de los agentes de la autoridad tuviesen que ser corroboradas por otras pruebas de cargo.

2. REACCIONES

Lo que ha originado tormenta dialéctica son las declaraciones ya aludidas antes del señor Iglesias, que a su vez han sido contestadas por un comunicado del Consejo General del Poder Judicial, considerando que su tono era “inapropiado proveniente de un responsable político de la alta posición de un vicepresidente del Gobierno”. Y, efectivamente, ahí radica el nudo de la cuestión.

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3. LIMITACIONES A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Éste es un tema que ha hecho correr ríos de tinta, pues desde la sólida e indiscutida base de que ningún derecho fundamental es absoluto, el nudo gordiano es el resolver hasta dónde y a quiénes alcanzan en mayor o menor medida esos límites; y al primero de ambos aspectos se ha referido en muchísimas sentencias nuestro Tribunal Constitucional, por ejemplo, en sus sentencias 81/83, 107/86 y 270/94, rechazando ésta última “conductas claramente indicativas de una desmesura en el ejercicio de la crítica”.

Constatado que los límites a la libertad de expresión son casuísticos, pues dependen de la ponderación que en definitiva los Tribunales hagan de las expresiones discutidas, nos vamos a referir al otro aspecto anunciado: quiénes tienen algún límite mayor, por su condición, a su libertad de expresión. Y de ello hay bastantes casos que citaremos a título de ejemplo: los miembros de las Fuerzas Armadas, de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, los miembros del Ministerio Fiscal y los funcionarios públicos en general, respecto a las críticas de decisiones de sus superiores; y hemos dejado conscientemente para el final la mención a los límites de su libertad de expresión que tienen los jueces (‘last but not least’), que pueden ser sancionados por la comisión de una falta grave, por “dirigir a los poderes (…) censuras (…) sirviéndose de su condición” (art. 418.3 de la LOPJ). Y la ‘pregunta del millón’ obligada es: si los miembros del poder judicial tienen tales límites respecto de sus censuras a otro poder, el Ejecutivo, ¿acaso no resulta obligado colegir –por pura coherencia–, que esos límites los deben tener también los miembros del poder ejecutivo respecto de las censuras al poder judicial?

En resumen, las declaraciones de Pablo Iglesias comentadas, resultan ser (es muy posible) jurídicamente aceptables, pero son políticamente incorrectas al haber sido efectuadas por un miembro del poder ejecutivo