Menores tutelados en Madrid: un ansiolítico por cada herida

Carlos tenía 14 años cuando la Comunidad de Madrid retiró la tutela a sus padres por maltrato. Poco después intentó suicidarse por primera vez. Tras su segundo intento, fue trasladado a un centro residencial de tratamiento terapéutico, donde doblaron su medicación por trastorno disociativo de la personalidad: 50 mg de benzodiacepina (ansiolítico) por la mañana y otros 50 mg por la noche y una inyección de risperidona cada dos semanas

El efecto fue inmediato. “No puedes pensar, la vista se te nubla y la atención se te va… se te va totalmente”, describe Carlos.

La benzodiacepina es un antiepiléptico que relaja el sistema nervioso central cuando la ansiedad, el miedo o el estrés ordenan al cuerpo huir de un peligro. La risperidona es un antipsicótico que calma la actividad cerebral. Según la psicóloga del centro, esto era lo que Carlos necesitaba para dormir y no autolesionarse. Pero él difiere: “No me ayudaban, sólo me contenían. No la líes y punto”.

Al principio, Carlos se negó a tomar la medicación. Pero, según denuncia, encontraron maneras de dársela a la fuerza. A partir de ese momento, su día a día se convirtió en una sucesión repetitiva de los mismos fotogramas: “Levantarme, desayunar, pastilla, ver la tele, comer, pastilla, ver la tele…”. Durante este tiempo, niega haber sido tratado con terapias psicológicas. Ese bucle se interrumpió cuando alcanzó la mayoría de edad.

Se alegró de salir de aquel centro que recuerda como “un infierno” y a cuyo director y trabajadores ha denunciado por abuso sexual, vejaciones  y sobremedicación, entre otras cuestiones-. Pero con su cumpleaños se esfumó también la cobertura institucional, el acceso a la medicación y su recurso habitacional. Fue entonces cuando los viejos y nuevos traumas que daban forma a su sintomatología saltaron el muro de contención construido con altas dosis de medicación. Dosis que, asegura, no coincidían con las que registraban en su expediente. Por ese motivo, durante un tiempo, tuvo que acostumbrarse a medicación que apenas le hacía efecto.

Un número indeterminado de menores tutelados por la Comunidad de Madrid son sobremedicados cada año con ansiolíticos -benzodiacepinas- como parte de su tratamiento de salud mental. Dado que no existen estadísticas públicas al respecto, no es posible conocer cuántos niños son. El consumo excesivo de ansiolíticos, sumado a la escasez de recursos en salud mental y a los obstáculos cotidianos a los que se enfrentan los menores -falta de oportunidades, desprotección al cumplir la mayoría de edad, traumas familiares y migratorios-, favorecen el desarrollo de adicciones posteriores, dejando a la vista las costuras del sistema de acogida: la imposibilidad de acoger y asegurar un futuro digno a todos los jóvenes que lo necesitan.

Una extensa literatura científica, como el estudio «Foster children mental health and parenting stress in non-kin foster care» (Jiménez-Morago, J.M., et al., 2021), evidencia que los menores tutelados en residencias son diagnosticados con un mayor número de trastornos mentales que la población general. En el caso de los menores extranjeros, hay que sumarle “un padecimiento psicológico equivalente al que sufre una persona con un trastorno de estrés post-traumático”, concluye el estudio «Salud mental, sinhogarismo y vulnerabilidad de jóvenes extutelados» (Calvo,F. y Shaimi, M., 2020). Pero también es mayor el riesgo del sinhogarismo al que se enfrentan al cumplir la mayoría de edad y que ahonda en “los problemas de salud mental (incluidos los problemas asociados al consumo de drogas y las adicciones)”.

Los diagnósticos de los menores tutelados por Madrid

Desde 2017, más de 17.000 menores son acogidos cada año en residencias de toda España, de acuerdo con los datos del Observatorio de la Infancia del Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Sólo el año pasado, la Comunidad de Madrid (CAM) acogió a 2.114 niños. De ellos, un 37% presentaron algún tipo de trastorno de salud mental, según los datos de las Memorias Estadísticas de la Red de Centros de Protección a la Infancia de la Dirección General de Infancia, Familia y Fomento de la Natalidad de la CAM, conseguidas a través de una solicitud de información en el portal de Transparencia. Es una cifra similar a años anteriores.

Los diagnósticos más comunes son los relacionados con los trastornos del comportamiento (como el déficit de atención con o sin hiperactividad, trastorno negativista desafiante o el trastorno disocial), que suponen el 25% de los diagnósticos, de acuerdo con las memorias estadísticas de 2021.

“También encontramos muchas dificultades emocionales, de autoestima y problemas para arrancar una relación de apego, porque no han sido cuidados”, relata Javier Vidal, psiquiatra de la Unidad de Menores en Riesgo Psíquico (UMERP) del Hospital General Gregorio Marañón.

Así, la depresión, la ansiedad, el estrés postraumático y otros trastornos de la emoción y del vínculo sumaron el pasado año el 15% de los diagnósticos.

Los casos más graves son derivados a alguno de los nueve centros específicos de tratamiento terapéutico de Madrid, donde tratan exclusivamente problemas de conducta, salud mental o adicciones. En algunos de ellos «la sobremedicación es un problema real», asegura un mediador de la red de acogida de que trabaja habitualmente en ellos. Una antigua trabajadora de uno de los centros residenciales, que prefiere no dar su nombre, refuerza esta idea. Cuenta que observó impotente cómo otros trabajadores del centro medicaban a las chicas “más nerviosas”. “Allí no había psicólogo, terapia ni nada”, narra. Tras varios meses en esta situación, “algunas chicas desarrollaron adicciones debido a la medicación”.

La diversidad de los recursos de acogida y sus ‘modus operandi’, así como su hermetismo no permiten hablar de un fenómeno generalizado en todas las residencias Los menores con trastornos más leves que residen en residencias normalizadas son tratados en los Centros de Salud Mental de Zona. En los casos en los que se requiere un diagnóstico urgente, son derivados a la UMERP. En estos centros, la sobremedicación está directamente relacionada con «la dificultad para conocer los síntomas de los chicos que nos derivan», explica Vidal.

Según cuenta este psiquiatra, hay que entender esta cuestión en dos sentidos. Por un lado, el hecho de que se prescriba más cantidad de medicación a los menores tutelados que a otros menores que no lo están , aún teniendo el mismo diagnóstico se debe que que estas últimas “cuentan con una estructura (familiar o social) que los contiene mejor».

En segundo lugar, continúa Vidal, «la información que posees sobre el chico no es la mejor, al no tener una única persona de referencia que evalúe su evolución». Esto lleva a “hacer diagnósticos que no son tan buenos, con lo cual, las medicaciones funcionan peor”. En su caso, reconoce hacer poco uso de las benzodiacepinas, ya que “debido a al perfil habitual de los chicos, pueden hacer un consumo inadecuado».

Con toda la complejidad inherente al asunto, los menores aceptan el tratamiento como cualquier adolescente: “A regañadientes”. Pero estos, a diferencia de los tutelados, “tienen la supervisión de sus padres” cuando alcanzan los 18 años y más allá. «Perdemos a muchos chicos cuando cumplen la mayoría de edad porque tienen menos supervisión”, lamenta Vidal, quien advierte que la interrupción de los tratamientos y la soledad a la que se enfrentan desde ese momento “puede tener infinitas consecuencias en su salud mental”.

Adultos de 18 años

Moha aprieta el índice y el pulgar. “Es así, pequeñiiiita”, indica dejando entre ambos dedos un espacio por el que apenas cabría un alfiler. Ese es el tamaño que tenía la pastilla que les daban para dormir en el Centro de Primera Acogida de Hortaleza. El nombre del medicamento no lo recuerda. Nunca llegó a saberlo. Los chicos simplemente se la pedían a los trabajadores del centro para poder descansar durante las semanas que esperaban a que se resolviera su situación administrativa.

Si acreditaban la minoría de edad, iban a algún centro de acogida. Si se concluía que eran mayores, entonces los echaban. Cara o cruz, Moha resultó pertenecer al segundo grupo cuando, tras varios meses en el centro a la espera de ser derivado a otro recurso, cumplió 18 años. Él es uno de los 14 chicos que en 2021 fueron dados de baja en este centro por mayoría de edad, según las memorias de la Red de Acogida. Otros 664 chicos abandonaron el centro antes de que se resolviera esta situación.

Desde entonces, Moha duerme regular. Pasa las noches junto a otros chicos expulsados en un edificio a medio construir. La ausencia de ventanas le dificultan conciliar el sueño. Cuenta que otros chicos con los que vive siguen tomando pastillas para dormir, pero él se apaña con un par de caladas a un porro.

La mayoría de edad hace de embudo con los recursos de los que disponen los menores tutelados. En España, la edad de emancipación se sitúa en los 30 años desde 2020, según Eurostat. “Les estamos pidiendo a estos chicos que sean más independientes que chavales con un entorno social más sano”, denuncia Javier Morales, ex director de diferentes proyectos de acogimiento residenciales de la CAM.

El pasado año, 283 jóvenes fueron dados de alta en el sistema de acogida de Madrid al cumplir la mayoría de edad. Actualmente, esta comunidad sólo cuenta con 136 plazas de autonomía para jóvenes de entre 18 y 21 años que han sido previamente tutelados por la administración, y no todas quedan libres de un año a otro. “En estos pisos entran los VIPs”, aclara Carlos Justo, psicólogo y subdirector del Proyecto Sirio. Es decir, aquellos que no tienen manchas en su expediente, como diagnósticos de salud mental graves, episodios de mal comportamiento, antecedentes penales o adicciones.

“Se les dice a los chicos que estos pisos no son el recurso que necesitan”, explica Justo. María Eugenia Herrero, psiquiatra y fundadora de Sirio, añade: “Es una contradicción. ¿Queremos que estos chicos estén integrados o no? Entonces, deberían estar en lugares normalizados”. Sólo en los centros de tratamiento terapéutico, 22 jóvenes fueron dados de alta por mayoría de edad, mientras que sólo la Fundación FITA tiene convenidas con la Comunidad diez plazas específicas para ellos.

De acuerdo con los datos de la CAM, todos los jóvenes tutelados que cumplieron 18 años en 2021 tenían un proyecto vital viable: 82 fueron a parar a pisos de autonomía, 68 con sus familias y 55 tenían un proyecto de vida autónoma. Sólo 16 pasaron las noches en un albergue y ninguno acabó en la calle. Sin embargo, todos los trabajadores de recursos de acogida consultados recelan de la veracidad de estos datos.

El cielo como techo

Cuando las puertas de la administración se cierran y los recursos alternativos se agotan, el césped se convierte en colchón y los comedores sociales en cocinas. ¿Cómo se enfrenta un adolescente a la calle? ¿Cómo gestionan una sobremedicación que provoca adicciones?

Ibrahim Nadher fija la mirada en el banco donde unos amigos pasan el rato. Todos dicen ser extutelados nacidos al otro lado del Estrecho. ¿Amigos? No, no son amigos. Muchos de sus compañeros de la calle son buenas personas, explica. “Pero tienes que tener cuidado, porque también hay gente mala. Yo me tengo a mí mismo y sé que saldré adelante solo, por mis cojones”, se convence orgulloso.

No todos tienen esta determinación. La calle es difícil y la falta de oportunidades laborales no ayuda. Algunos terminan consumiendo. “Lo hacen para no pasar frío, miedo o hambre», explica María Salinas (nombre ficticio), monitora en uno de los recursos de intervención en calle del Ayuntamiento de Madrid. Según los datos recopilados por un recurso para jóvenes con adicciones, al menos el 20% de los 319 jóvenes que atendieron en 2021 consumía benzodiacepinas.

Desde la Subdirección General de Adicciones del Ayuntamiento de Madrid alertan de que, aunque el alcohol y el cannabis continúan a la cabeza de las drogas más habituales, el consumo de las benzodiacepinas se ha disparado en los últimos años. También los centros de acogida se hacen eco de dicho crecimiento en sus memorias. Entre 2019 y 2021, los casos de consumo de esta sustancia pasaron de 12 a 28.

El aumento responde a una tendencia global, como reflejó la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes en su informe de 2020, en el que España se coronaba como el primer país en la venta legal de benzodiacepinas.

Escasos recursos

Habitualmente, el tratamiento clínico de una dolencia de salud mental consta de dos patas: medicación y terapia. En cambio, algunos de los menores tutelados por la Comunidad de Madrid sólo tienen acceso a la primera. «Deberían acudir a una sesión de psicoterapia semanal», recomienda Vidal, psiquiatra de la UMERP. “Aunque muchos la tienen cada dos meses”, denuncia.

Esta falta de recursos para los menores tutelados está relacionada con el déficit de atención psicológica que sufre España. Nuestro país cuenta con una media de cinco psicólogos por cada 100.000 habitantes y la demora en las citas de atención psicológica pública se sitúa entre uno y tres meses, según una investigación de Civio.

En otros países mediterráneos, como Croacia y Grecia, el ratio de psicólogos por cada 100.000 habitantes asciende a 8, mientras que en países como Dinamarca alcanzan los 54 psicólogos. En este caso, se ha de tener en cuenta que  el sistema de salud danés incluye copago.

Organizaciones especializadas en la salud mental de tutelados como Sirio confirman esta saturación. «A veces nos llegan chicos que llevan esperando un año», explica el psicólogo del centro. Por su parte, la CAM concreta que, a 21 de junio de 2022, eran 14 los menores en espera para acceder a algún recurso específico de salud mental. Aclara que no pueden determinar el tiempo medio de espera, ya que “la gestión de la lista se realiza valorando la emergencia y características de cada caso concreto para darle prioridad”.

Esta limitación de recursos también lleva a una política de jerarquización: se priorizan los casos más salvables. «Si sólo gestionas en función de los que lo puedan aprovechar, no atiendes a los graves», evidencia Jorge Vidal. De esta forma, la falta de recursos centrifuga hacia los márgenes del sistema de acogida a aquellos con más dificultades.

Un monstruo con muchas cabezas

Un parpadeo dura menos de medio segundo. Pero Diego, de nueve años, cerraba los ojos largo rato. Se escondía. El primer verano que pasó con su familia adoptiva, este y otros tics desaparecieron. “Le cambió hasta la letra”, celebra su madre de adopción. El camino estuvo lleno de tropiezos, pero asegura que el cariño con el que toda la familia trató a Diego, diagnosticado de TDHA, fue la receta para que su medicación se redujera de cuatro fármacos a dos.

Afecto y oportunidades son ingredientes sin los que un tratamiento de salud mental puede avanzar, coinciden los expertos. “Los trastornos de comportamiento y de la emoción que tienen los niños tutelados son complejos y aunque les recetes antidepresivos la cosa no termina de mejorar”, reconoce Jorge Vidal.  “A veces, deberían tener intervenciones orientadas a mejorar sus condiciones de vida”.

En este asunto, las necesidades difieren entre menores migrantes y los nacidos en España. Para los primeros, la receta es simple: obtener un permiso de residencia y de trabajo que les ayude a alcanzar una auténtica autonomía tras alcanzar la mayoría de edad. «Estaba mal, muy mal. Tenía ansiedad y hacía locuras», cuenta Saad. Poco antes de cumplir los 18, Saad supo que saldría sin papeles del centro en el que residía. Rumia: «La mayoría de los chavales sienten rabia y estrés, vivimos en la tristeza y en la ansiedad. La gente no sabe tratarte».

La falta de entendimiento con las figuras de autoridad que encarnan trabajadores del centro, psiquiatras y psicólogos es una experiencia común para los menores tutelados. “Sientes que nadie te entiende”, analiza Irati Vidan, extutelada y presidenta de la Asociación Haziak. “Ni hay apego, ni nos sentimos parte de la casa en la que vivimos”. El origen de esa desconexión lo sitúa al comienzo de la tutela: “Creen que con alejarnos de la familia, darnos comida y frenar los abusos es suficiente. Pero no se trata el trauma con el que llegan los menores”.

Con el tiempo, esas heridas no cicatrizadas terminan saliendo a la luz. “Un chico de cinco años no sabe hablar de ese dolor, pero sabe sentirlo y a los 16 explota”, asegura Vidan. La rabia entonces se paga con la pared o con el propio cuerpo, se traga con agua y, a veces, se castiga con encierros. Esa dinámica genera un clima de desconfianza mutua entre los tutelados y los trabajadores del centro. Incluso, algunos chicos rechazan la terapia. “Nosotros no aceptamos el psicólogo porque te deja peor -sospecha Saad-, más gordo y más loco”.

En un contexto de vulnerabilidad resulta más fácil desarrollar adicciones, confirma María Pérez, jefa de Servicio de Adicciones de la Subdirección General de Adicciones del Ayuntamiento de Madrid. “Hay chicos que consumen para hacer frente a al trauma migratorio o por no tener donde dormir”, detalla. Esto, señala María Pérez, “hace difícil discriminar si el consumo es consecuencia de su situación social y si, de vivir otra situación, no se estaría produciendo”.