En las últimas décadas, el paradigma del autismo ha cambiado sensiblemente gracias a la nueva categorización del mismo en las guías clínicas. De este modo, el autismo ha pasado de considerarse una patología más o menos encasillada con criterios diagnósticos cerrados a tener la categoría de «espectro». Pero, ¿qué significa esta palabra para los que se dedican al diagnóstico y tratamiento de menores con esta patología?
Significa que el autismo no es un síndrome clínico cerrado e invariable en el que siempre aparecen los mismos síntomas y de la misma manera, sino más bien un espectro amplio e individual de manifestaciones, síntomas y comportamientos muy personalizados y variables. Se puede imaginar el autismo como un color: alguien habla del color verde, pero dentro del concepto teórico «verde» existen millones de tonalidades que encajarían con esa definición: verde lima, verde botella, verde agua, verde azulado… Todas ellas tan diferentes unas de otras que, si se toman por separado, apenas se parecerían, aun respondiendo todas a la categorización de «verde».
Esto ocurre con el autismo, y de ahí el uso de la palabra espectro. Cada paciente con el diagnóstico de trastorno del espectro autista (TEA) cumple ciertos criterios estandarizados para este diagnóstico y, sin embargo, presenta síntomas tan individuales y personales que puede no parecerse en nada a otra misma persona con ese mismo diagnóstico.
Es lógico pensar en el autismo como un espectro de síntomas y comportamientos, pues, conociendo que se trata de un trastorno del neurodesarrollo y sabiendo la gran plasticidad del cerebro humano, es muy importante reseñar que nadie conoce una secuencia lineal de cómo crece y madura el sistema nervioso central, esto es un proceso absolutamente personal.
Cierto es que los clínicos usan hitos del desarrollo (actos o secuencias de actos) que deben haberse superado a cierta edad, pero todo ello debe encuadrarse dentro de una gran flexibilidad, personalización y conocimiento pormenorizado de cada caso.
De este nuevo entendimiento del paradigma del autismo ha surgido una nueva manera de diagnosticar, evaluar y tratar a estos pacientes. La idea es personalizar al máximo sus necesidades, perfilar la intervención desde una priorización de aquello que más interfiere en sus vidas a aquello menos emergente y dinamizar su seguimiento. Para ello se dispone de un instrumento de evaluación y diagnóstico muy poderoso: el ADOS-2. Este test es una escala observacional semiestructurada (sus siglas responden a Autism Diagnostic Observation Schedule) en el que dos clínicos cualificados previamente para ello proponen al paciente una serie de tareas, juegos, rol play, conversaciones… para después puntuar sus reacciones y comportamientos de acuerdo a unos parámetros estándar que van del 0 al 3. Uno de los clínicos interactúa con el paciente mientras el otro hace de observador de la prueba, para así mejorar la calidad de la observación. La prueba dura entre 45 minutos y 1 hora. Existen cuatro módulos diferentes con diferentes tareas que se adecúan al paciente, según su nivel de lenguaje.
El test ADOS evalúa al paciente en 4 dominios diferentes: comunicación y lenguaje, interacción social recíproca, creatividad e imaginación y, finalmente, conductas estereotipadas. En el dominio de comunicación y lenguaje se evalúa cómo el paciente usa el lenguaje verbal y el no verbal (gestos faciales, gestos manuales, inferencias, contacto ocular…). En la interacción social recíproca se realiza la evaluación de la capacidad del paciente para establecer interacciones bilaterales, adecuadas y con reciprocidad de respuestas. En la evaluación de la imaginación y creatividad incluye una buena capacidad de simbolizar objetos, crear narrativas o juegos, incluir argumentos en rol plays… Finalmente, las conductas estereotipadas e intereses restringidos son aquellas conductas o intereses repetitivos y rutinizados que interfieren con el desarrollo y funcionamiento normal del paciente.
Esta prueba no solo es de gran utilidad para el psiquiatra especialista en el diagnóstico del autismo (TEA), sino también para individualizar qué áreas son aquellas en las que el paciente necesita mayor intervención e incluso vislumbrar qué tipo de intervención podría ser más adecuada. También es un instrumento útil para el diagnóstico de comorbilidades frecuentes en el TEA, como el TDAH (trastorno déficit de atención e hiperactividad), depresión, ansiedad, tics… Igualmente, es de gran valor para el seguimiento de la evolución de los menores y registrar los cambios que se producen en la sintomatología a medida que el menor crece y se van realizando diversas intervenciones. Permite a los expertos, por tanto, ajustar tratamientos, psicoterapia y diagnóstico en cada etapa del desarrollo, aporta una gran información respecto a cada paciente, siendo un método nada invasivo y sencillo de administrar y, finalmente, ilustra sobre la gran variabilidad de síntomas y signos sobre la que se debe trabajar una vez realizado el diagnóstico de TEA.
Encarna Domínguez Ballesteros, redactora de este artículo, es psiquiatra en Madrid y neuróloga y trabaja en Tranquilamente Psiquiatría y Psicoterapia.