En el complejo universo de la alimentación moderna, nos encontramos a menudo atrapados en un ciclo de antojos difíciles de explicar, devorando ciertos productos con una avidez que roza la compulsión. Pocas veces nos paramos a pensar qué hay realmente detrás de esa atracción irrefrenable hacia determinados sabores, y es que la industria alimentaria utiliza de forma legal cierto tipo de aditivo diseñado específicamente para secuestrar nuestro paladar y mantenernos enganchados. Esta estrategia, perfectamente legal y extendida, se basa en manipular nuestra percepción del gusto, creando experiencias sensoriales tan intensas que los sabores naturales parecen palidecer en comparación, llevándonos a buscar una y otra vez ese estímulo artificial que nos proporciona un placer efímero pero poderoso.
La cuestión va más allá de las calorías, las grasas o los azúcares, componentes sobre los que ya existe una conciencia generalizada; se adentra en el terreno de la química del sabor, donde ingredientes específicos actúan como verdaderos directores de orquesta de nuestras papilas gustativas. Estamos hablando de los potenciadores del sabor, compuestos que, aunque presentes en cantidades mínimas, tienen la capacidad de multiplicar la intensidad de los sabores existentes o incluso añadir nuevas dimensiones gustativas, como el famoso umami. Su presencia en infinidad de productos procesados es la clave silenciosa que explica por qué nos cuesta tanto resistirnos a esa bolsa de patatas fritas, a esa sopa instantánea o a ese aperitivo que parece llamarnos desde la despensa, configurando sin que nos demos cuenta nuestras preferencias y hábitos alimentarios.
5ENTRE LA LEY Y LA ÉTICA: EL DEBATE SOBRE ESTE CONTROVERTIDO ADITIVO Y CÓMO LEER ETIQUETAS

Desde una perspectiva legal, el uso de potenciadores del sabor como el glutamato monosódico está regulado y permitido por las autoridades sanitarias competentes, como la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) en la Unión Europea. Estas entidades establecen límites máximos de uso para cada aditivo
basándose en estudios de toxicidad y evaluaciones de riesgo, considerando que su consumo dentro de dichos límites no representa un peligro para la salud de la población general. La obligatoriedad de declararlos en la lista de ingredientes, ya sea por su nombre completo o por su código E (E-620 a E-629 para los glutamatos y guanilatos), garantiza, en teoría, la transparencia y la capacidad de elección del consumidor.
Sin embargo, más allá de la seguridad toxicológica, el debate ético se centra en si es lícito utilizar un aditivo
que puede inducir a un consumo excesivo de productos a menudo poco saludables y contribuir a la desconexión con los sabores naturales de los alimentos. Para navegar en este complejo escenario, la clave reside en la información: aprender a leer las etiquetas es fundamental. Buscar específicamente los códigos E del 620 al 629 o nombres como «glutamato monosódico», «extracto de levadura» (que contiene glutamato natural), «proteína hidrolizada» o «aromas» (que pueden enmascarar su presencia) nos permite tomar decisiones más conscientes sobre lo que ponemos en nuestro plato, reduciendo la exposición a este controvertido aditivo
si así lo deseamos y recuperando el control sobre nuestras preferencias gustativas y nuestra alimentación.