La tortilla de patatas es mucho más que un simple plato en España; es un emblema cultural, un motivo de orgullo y, para muchos, una obsesión culinaria que genera debates acalorados en barras y sobremesas de todo el país. Existe una búsqueda casi quimérica de esa textura perfecta, esa jugosidad que se deshace en la boca sin llegar a estar cruda, un punto exacto que parece esquivo para la mayoría de los cocineros caseros a pesar de su aparente sencillez. Las discusiones giran eternamente en torno a si con cebolla o sin ella, si poco cuajada o más hecha, pero el verdadero Santo Grial es dar con el secreto de esa jugosidad que eleva el plato a la categoría de arte.
Durante años, hemos escuchado y probado infinidad de supuestos trucos, algunos más descabellados que otros, que prometen la clave para alcanzar esa cumbre culinaria. Se habla de añadir un chorrito de leche, nata, agua o incluso otros ingredientes exóticos al huevo o a la mezcla, métodos que rara vez cumplen lo prometido y a menudo terminan aguando el resultado o alterando su sabor auténtico, alejándose de la esencia tradicional que define a una gran tortilla. Esta perpetua búsqueda nos lleva a probar una y otra vez, enfrentándonos a la frustración de tortillas secas o pastosas, pero lo cierto es que la solución a este enigma, a esa jugosidad soñada, reside en un paso sorprendentemente sencillo y lógico, un detalle que a menudo pasamos por alto en nuestra prisa por ver el plato terminado y que, créame, marcará un antes y un después en sus futuras elaboraciones.
1EL BULO DE LA LECHE Y POR QUÉ EMPEORA TU TORTILLA
La leyenda urbana de añadir leche al huevo batido para lograr una mayor jugosidad en la tortilla de patatas es, probablemente, uno de los errores más extendidos y perjudiciales en la cocina española. Quienes defienden esta práctica argumentan que la grasa de la leche aporta untuosidad o que su líquido evita que el huevo se seque, pero la realidad es que el huevo y la leche tienen composiciones muy diferentes y se comportan de manera distinta al cuajar, llevando a menudo a una textura final más blanda, menos consistente y, paradójicamente, menos «ligada» en el buen sentido. En lugar de una jugosidad homogénea y envolvente, se obtiene una masa que puede parecer húmeda pero carece de la estructura interna que caracteriza a una buena tortilla.
Además de alterar la textura, incorporar leche puede diluir el sabor característico del huevo y la patata, elementos fundamentales de la tortilla de patatas que deben ser los protagonistas indiscutibles. La leche introduce un componente lácteo que desvirtúa el gusto tradicional y puede hacer que la tortilla sepa aguada o simplemente «rara» para un paladar acostumbrado al sabor auténtico del huevo cuajado con patata. La grasa de la leche también puede separarse durante la cocción, creando zonas irregulares y dificultando que la tortilla cuaje de forma uniforme, lo que contribuye a esa sensación de fracaso culinario que tantos han experimentado al seguir este consejo erróneo, perpetuando un mito que deberíamos desterrar de nuestras cocinas definitivamente si buscamos la perfección.