El veneno blanco que acecha en nuestras mesas a diario, ese que quizás consumes sin darte cuenta a cada bocado de algo tan inocente como un trozo de pan o un delicioso pastel, no es ni el azúcar del que tanto se habla, ni la sal que nos instan a moderar. Existe un saboteador silencioso, omnipresente en la dieta moderna, cuya blancura esconde un impacto profundo y científicamente documentado en nuestro organismo, actuando como un agente inflamatorio constante que mina nuestra salud desde dentro.
Nos referimos a un componente básico de la alimentación tradicional española, transformado por la industria hasta convertirlo en una sombra empobrecida de su origen, capaz de desencadenar una cascada de respuestas metabólicas desfavorables. Es un ingrediente tan arraigado en nuestras costumbres culinarias, tan presente en desayunos, comidas y meriendas, que resulta difícil imaginar prescindir de él, pero su consumo habitual está íntimamente ligado al riesgo incrementado de sufrir enfermedades crónicas que acortan la vida y merman su calidad.
3LA LLAMA OCULTA DE LA INFLAMACIÓN SISTÉMICA
La relación entre los patrones dietéticos altos en carbohidratos refinados y la inflamación crónica de bajo grado es uno de los vínculos más preocupantes que ha revelado la investigación científica en las últimas décadas. Los picos glucémicos e insulinémicos repetidos no solo agotan el páncreas, sino que también desencadenan una serie de procesos bioquímicos que promueven un estado proinflamatorio en el organismo.
Uno de los mecanismos implicados es la formación de Productos Finales de Glicación Avanzada (AGEs), compuestos que se crean cuando los azúcares reaccionan con proteínas o grasas en el cuerpo, especialmente en presencia de niveles elevados de glucosa. Estos AGEs son proinflamatorios y pueden dañar los tejidos, activando rutas de señalización que perpetúan la inflamación en todo el cuerpo, un estado latente que no duele pero daña silenciosamente.