sábado, 26 julio 2025

Por qué nunca deberías beber agua helada en ayunas

Beber agua helada en ayunas puede parecer un gesto refrescante e inofensivo, una costumbre matutina para despejarse y activar el cuerpo tras el descanso nocturno, pero la realidad es bien distinta y mucho menos amable con nuestro organismo. Este hábito, tan extendido sobre todo en los meses de calor, esconde un impacto directo y contundente sobre nuestro sistema digestivo que a menudo pasamos por alto. La creencia popular nos dice que hidratarse es fundamental al despertar, y es cierto, pero la temperatura del líquido que ingerimos juega un papel crucial. Lo que concebimos como un despertar vigorizante se convierte, en realidad, en un auténtico mazazo para un estómago que apenas está saliendo de su letargo nocturno, preparándolo de la peor manera posible para la primera comida del día y desencadenando una serie de reacciones fisiológicas que, lejos de beneficiarnos, entorpecen el correcto funcionamiento de nuestro cuerpo desde primera hora de la mañana.

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El problema fundamental no reside en la hidratación en sí misma, que es vital, ni en el propio gesto de beber agua, sino en el choque térmico que sufre el organismo al recibir un líquido a tan baja temperatura de forma abrupta. Hay que pensar en el sistema digestivo por la mañana como un motor que necesita calentarse progresivamente para funcionar a pleno rendimiento. Al introducir agua helada, le estamos exigiendo que gestione un cambio de temperatura drástico e inesperado. Este acto, que para nosotros dura apenas unos segundos, obliga al cuerpo a iniciar una serie de mecanismos de compensación que desvían energía y recursos. En lugar de prepararse para digerir el desayuno y absorber nutrientes, el estómago se ve forzado a centrar sus esfuerzos en una tarea mucho más básica y urgente: recuperar su temperatura de equilibrio, un proceso que no es gratuito y que tiene consecuencias directas en cómo nos sentiremos durante las horas siguientes.

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EL DESPERTAR HELADO DE TU ESTÓMAGO

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Cuando el primer sorbo de agua helada llega a nuestro estómago vacío, el impacto es casi inmediato y se manifiesta a un nivel que no podemos ver, pero sí sentir sus efectos a posteriori. El cuerpo humano es una máquina de precisión que lucha constantemente por mantener un equilibrio interno, conocido como homeostasis, y la temperatura es uno de sus pilares. Al recibir este líquido gélido, la reacción primaria del sistema es protegerse, lo que provoca una contracción de los vasos sanguíneos del estómago conocida como vasoconstricción. Este fenómeno, estudiado y documentado, no es un asunto menor, pues al contraerse los capilares, se reduce drásticamente el flujo de sangre hacia las paredes estomacales, dificultando la llegada de oxígeno y nutrientes a los tejidos. Es como si, de repente, cerráramos parcialmente el grifo que riega un jardín que necesita estar frondoso y preparado para trabajar.

Esta respuesta fisiológica al frío no solo afecta a la circulación, sino que también estimula una producción extra de mucosidad en el revestimiento del estómago. Podríamos verlo como una capa aislante que el cuerpo genera a toda prisa para protegerse de la agresión térmica que supone el agua a baja temperatura. Sin embargo, esta mucosidad protectora tiene un doble filo, ya que, si bien cumple una función defensiva a corto plazo, también crea una barrera física que puede interferir notablemente con la secreción de jugos gástricos. En consecuencia, el entorno estomacal se vuelve menos ácido y, por tanto, menos eficiente para descomponer los alimentos que vamos a ingerir a continuación. Este mecanismo de defensa, lejos de ser beneficioso, acaba por sabotear el propósito principal del estómago: iniciar una digestión eficaz desde el primer momento del día.

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