Por qué nunca deberías beber agua helada en ayunas

Beber agua helada en ayunas puede parecer un gesto refrescante e inofensivo, una costumbre matutina para despejarse y activar el cuerpo tras el descanso nocturno, pero la realidad es bien distinta y mucho menos amable con nuestro organismo. Este hábito, tan extendido sobre todo en los meses de calor, esconde un impacto directo y contundente sobre nuestro sistema digestivo que a menudo pasamos por alto. La creencia popular nos dice que hidratarse es fundamental al despertar, y es cierto, pero la temperatura del líquido que ingerimos juega un papel crucial. Lo que concebimos como un despertar vigorizante se convierte, en realidad, en un auténtico mazazo para un estómago que apenas está saliendo de su letargo nocturno, preparándolo de la peor manera posible para la primera comida del día y desencadenando una serie de reacciones fisiológicas que, lejos de beneficiarnos, entorpecen el correcto funcionamiento de nuestro cuerpo desde primera hora de la mañana.

El problema fundamental no reside en la hidratación en sí misma, que es vital, ni en el propio gesto de beber agua, sino en el choque térmico que sufre el organismo al recibir un líquido a tan baja temperatura de forma abrupta. Hay que pensar en el sistema digestivo por la mañana como un motor que necesita calentarse progresivamente para funcionar a pleno rendimiento. Al introducir agua helada, le estamos exigiendo que gestione un cambio de temperatura drástico e inesperado. Este acto, que para nosotros dura apenas unos segundos, obliga al cuerpo a iniciar una serie de mecanismos de compensación que desvían energía y recursos. En lugar de prepararse para digerir el desayuno y absorber nutrientes, el estómago se ve forzado a centrar sus esfuerzos en una tarea mucho más básica y urgente: recuperar su temperatura de equilibrio, un proceso que no es gratuito y que tiene consecuencias directas en cómo nos sentiremos durante las horas siguientes.

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CUANDO LOS NUTRIENTES NO LLEGAN A SU DESTINO

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El impacto negativo de beber agua helada en ayunas no termina en una digestión más lenta o en la simple incomodidad abdominal; sus consecuencias van un paso más allá y afectan a la esencia misma de la nutrición. Si el proceso de descomposición de los alimentos se ve entorpecido y ralentizado por un entorno estomacal frío y poco eficiente, la lógica nos dice que la absorción de los nutrientes vitales que contienen esos alimentos también se verá seriamente comprometida. Nuestro cuerpo no puede asimilar las vitaminas, minerales, proteínas y grasas en su forma compleja; necesita que las enzimas y los ácidos gástricos los descompongan primero. Cuando este primer paso falla o se realiza de forma deficiente, una parte significativa del valor nutricional de nuestro desayuno se pierde, pasando por el tracto digestivo sin ser aprovechado correctamente.

Aunque un episodio aislado no va a generar una carencia nutricional, la conversión de este hábito en una rutina diaria puede tener efectos acumulativos a largo plazo. Una persona puede estar invirtiendo en alimentos de alta calidad, como frutas, avena o huevos, creyendo que está nutriendo su cuerpo de la mejor manera, pero si precede esta ingesta con agua muy fría, está saboteando su propia inversión. El cuerpo, simplemente, no es capaz de extraer todo el potencial de esa comida. Con el tiempo, esta absorción deficiente podría contribuir a un estado de fatiga crónica, a una menor vitalidad o a carencias subclínicas de ciertos micronutrientes, demostrando que no solo importa lo que comemos, sino cómo preparamos a nuestro organismo para recibirlo.

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