Beber agua helada en ayunas puede parecer un gesto refrescante e inofensivo, una costumbre matutina para despejarse y activar el cuerpo tras el descanso nocturno, pero la realidad es bien distinta y mucho menos amable con nuestro organismo. Este hábito, tan extendido sobre todo en los meses de calor, esconde un impacto directo y contundente sobre nuestro sistema digestivo que a menudo pasamos por alto. La creencia popular nos dice que hidratarse es fundamental al despertar, y es cierto, pero la temperatura del líquido que ingerimos juega un papel crucial. Lo que concebimos como un despertar vigorizante se convierte, en realidad, en un auténtico mazazo para un estómago que apenas está saliendo de su letargo nocturno, preparándolo de la peor manera posible para la primera comida del día y desencadenando una serie de reacciones fisiológicas que, lejos de beneficiarnos, entorpecen el correcto funcionamiento de nuestro cuerpo desde primera hora de la mañana.
El problema fundamental no reside en la hidratación en sí misma, que es vital, ni en el propio gesto de beber agua, sino en el choque térmico que sufre el organismo al recibir un líquido a tan baja temperatura de forma abrupta. Hay que pensar en el sistema digestivo por la mañana como un motor que necesita calentarse progresivamente para funcionar a pleno rendimiento. Al introducir agua helada, le estamos exigiendo que gestione un cambio de temperatura drástico e inesperado. Este acto, que para nosotros dura apenas unos segundos, obliga al cuerpo a iniciar una serie de mecanismos de compensación que desvían energía y recursos. En lugar de prepararse para digerir el desayuno y absorber nutrientes, el estómago se ve forzado a centrar sus esfuerzos en una tarea mucho más básica y urgente: recuperar su temperatura de equilibrio, un proceso que no es gratuito y que tiene consecuencias directas en cómo nos sentiremos durante las horas siguientes.
4EL GASTO ENERGÉTICO QUE NADIE TE CONTÓ

Existe una faceta adicional del consumo de agua helada en ayunas que a menudo se ignora por completo: el considerable gasto energético que supone para el cuerpo. Como hemos mencionado, el organismo lucha por mantener una temperatura interna estable. Al introducir un líquido que puede estar entre 30 y 35 grados por debajo de la temperatura corporal, se activa una respuesta termogénica de emergencia. El cuerpo se ve forzado a desviar una cantidad notable de energía con el único y exclusivo propósito de calentar ese volumen de agua hasta que alcance los 37 grados necesarios para que los procesos fisiológicos no se vean alterados. Este esfuerzo metabólico no es trivial, especialmente a primera hora de la mañana, cuando nuestras reservas de energía, tras el ayuno nocturno, no están en su punto álgido.
Algunos podrían argumentar, desde una perspectiva simplista de la pérdida de peso, que este gasto calórico extra es algo positivo, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de un estrés completamente innecesario y contraproducente para el sistema. Esa energía que se «quema» para calentar el agua es energía que debería estar destinada a funciones mucho más importantes al comenzar el día, como activar el cerebro, poner en marcha los músculos y soportar las funciones metabólicas basales. Es un despilfarro de recursos que nos deja en un ligero déficit energético desde el principio, lo que puede traducirse en una sensación de cansancio o falta de chispa que, irónicamente, intentábamos combatir con ese supuesto «revitalizante» trago de agua fría.