El ayuno intermitente se ha convertido, casi de la noche a la mañana, en la estrategia nutricional estrella para millones de personas en España que buscan perder peso o mejorar su salud. Respaldado por celebridades y promocionado en redes sociales como la panacea para casi todo, su popularidad ha crecido de forma exponencial. Sin embargo, tras esta fachada de bienestar y disciplina, un coro de voces expertas, principalmente desde el campo de la psiquiatría y la psicología, comienza a poner el grito en el cielo. Advierten de una realidad mucho más oscura y silenciosa, una que no se cuenta en los posts de Instagram, y que puede transformar una simple pauta alimentaria en la antesala de un grave trastorno mental.
Lo que empieza como un método para controlar las calorías y los horarios de las comidas puede derivar en una peligrosa obsesión. La sociedad aplaude la restricción y la fuerza de voluntad, premiando con elogios la delgadez y el autocontrol, lo que crea el caldo de cultivo perfecto para que ciertas conductas se normalicen. El problema de fondo es que el ayuno intermitente ofrece una estructura perfecta, un conjunto de reglas socialmente aceptadas, para enmascarar desórdenes alimentarios que ya existían de forma latente o, peor aún, para detonarlos. Es un espejismo de salud que, para personalidades vulnerables, puede convertirse en un camino directo hacia la enfermedad sin que nadie en el entorno se dé cuenta.
1LA DELGADA LÍNEA ENTRE LA DIETA Y EL TRASTORNO

La transición de una práctica saludable a una patología es a menudo sutil y gradual, una pendiente resbaladiza por la que muchos se deslizan sin ser conscientes. El ayuno intermitente propone un marco de control, unas horas para comer y otras para ayunar, que en un principio puede parecer liberador.
Sin embargo, para una mente con tendencia a la rigidez o la ansiedad, estas reglas pueden convertirse en barrotes de una cárcel autoimpuesta. Lo que era una guía flexible se transforma en una ley inquebrantable, donde cualquier desviación provoca sentimientos de culpa, fracaso y una angustia desproporcionada. Es en ese preciso instante cuando la dieta deja de ser una herramienta y se convierte en el epicentro de la vida de la persona.
Este mecanismo de control se refuerza con los resultados iniciales, como la pérdida de peso o los cumplidos del entorno, que actúan como un potente validador de la conducta restrictiva. La persona siente que por fin ha encontrado la fórmula para dominar su cuerpo y su vida, una sensación embriagadora que le empuja a ser cada vez más estricta. El problema es que este control es una ilusión, ya que en realidad es el trastorno el que empieza a tomar las riendas, dictando cada decisión alimentaria y social. La satisfacción inicial se desvanece y deja paso a un ciclo de obsesión y miedo del que es increíblemente difícil salir sin ayuda profesional.