La elección de una buena merluza es uno de los grandes desafíos a los que se enfrenta cualquier aficionado a la cocina que se precie de serlo. Acercarse al mostrador de una pescadería es como entrar en un territorio donde la confianza y el conocimiento son cruciales para no volver a casa con un producto que desmerezca nuestras expectativas. En este escenario, la diferencia entre un plato sublime y una decepción culinaria reside en la capacidad de observar detalles que a menudo pasan desapercibidos, y que los veteranos del mar dominan con una maestría casi innata. Los pescaderos gallegos, herederos de una tradición centenaria, poseen un arsenal de secretos para evaluar la frescura del pescado, un saber que va mucho más allá de una simple ojeada superficial y que convierte la compra en un auténtico ritual de calidad.
Este conocimiento no está reservado únicamente a los profesionales; cualquiera puede aprender a leer las señales que el propio pescado nos ofrece. Se trata de un lenguaje silencioso, una serie de pistas visuales, olfativas y táctiles que delatan sin margen de error el tiempo que ha transcurrido desde que el ejemplar abandonó las profundidades del mar. Dominar este código es la mejor garantía para asegurarse de que llevamos a nuestra mesa un producto excepcional, con toda su textura, sabor y propiedades nutritivas intactas. Afortunadamente, este conocimiento ancestral, transmitido de generación en generación en las lonjas y mercados de Galicia, es la herramienta más poderosa para el consumidor, una que nos permite comprar con la seguridad de un experto y disfrutar del verdadero sabor del océano en cada bocado.
3AGALLAS Y AROMA: LAS PISTAS INVISIBLES QUE DELATAN LA FRESCURA DE LA MERLUZA
Una vez superada la inspección visual externa, un comprador avezado solicitará al pescadero que le muestre las agallas, la sala de máquinas respiratoria del pescado. Este gesto, que apenas lleva unos segundos, revela una cantidad de información extraordinaria sobre el estado real del producto. Unas agallas frescas deben presentar un color rojo intenso o rosado brillante, similar al de la sangre viva, y estar limpias, sin exceso de mucosidad ni sustancias extrañas. Además, las láminas que las componen deben estar sueltas y bien definidas, una señal de que el sistema circulatorio del animal estaba en perfecto estado en el momento de su muerte, garantizando la calidad de la merluza.
Por el contrario, si al levantar el opérculo descubrimos unas agallas de tonos marrones, amarillentos o grises, y con una textura pegajosa o pastosa, estamos ante una evidencia irrefutable de que el pescado lleva demasiado tiempo fuera del agua. A esta señal visual se le suma la olfativa, ya que unas agallas en mal estado desprenden un olor agrio y penetrante, muy similar al amoníaco. El aroma de una merluza fresca debe ser suave y agradable, un perfume limpio a mar y algas. Cualquier olor fuerte o desagradable es motivo suficiente para rechazar la compra sin pensarlo dos veces, pues es un indicativo claro de que el proceso de degradación bacteriana ya ha comenzado.