El Camino de Santiago esconde tesoros que van más allá de la icónica Catedral de Santiago o los viñedos de La Rioja, auténticos hitos que todo peregrino guarda en su retina. Sin embargo, la verdadera esencia de la ruta jacobea a menudo reside en susurros, en desvíos no señalizados y en joyas arquitectónicas que han logrado esquivar el paso del tiempo y el turismo masivo. Existe un lugar así, un enclave mágico que fusiona la fe, el arte y la naturaleza de una manera sobrecogedora, esperando ser descubierto por aquellos viajeros que buscan algo más que seguir las flechas amarillas. Un vestigio de un reino perdido en un valle que parece detenido en el tiempo.
Este rincón olvidado, lejos del bullicio del Camino Francés, representa una de las páginas más fascinantes de la historia del norte peninsular. Imaginar una capilla del siglo X, erigida por condes para albergar reliquias sagradas, en un paraje de una belleza tan abrumadora que parece irreal, es el punto de partida de una aventura diferente. Se trata de un viaje dentro del propio viaje, una pequeña peregrinación hacia uno de los secretos mejor guardados de todo el Camino de Santiago, donde la piedra, la leyenda y el silencio narran una historia de supervivencia y espiritualidad que conecta directamente con las raíces más profundas de nuestra cultura y que muy pocos tienen el privilegio de conocer.
5LA EXPERIENCIA DEL PEREGRINO: SILENCIO, PIEDRA Y ESPIRITUALIDAD
Visitar Santa María de Lebeña hoy en día es, ante todo, una experiencia sensorial. Llegar hasta allí, a menudo sin cruzarse con nadie en el tramo final, y encontrarse ante su puerta es sentir el peso de once siglos de historia. El silencio es el protagonista, roto únicamente por el murmullo del río Deva que fluye cerca o el canto de algún pájaro. Es un silencio denso, profundo, que invita a la contemplación y que contrasta con el ambiente social y a veces ruidoso de los albergues del Camino de Santiago principal. Aquí, el peregrino se encuentra solo frente a la piedra y el espíritu del lugar.
No hay tiendas de recuerdos, ni grandes aparcamientos, ni guías esperando a la entrada. La visita es un acto íntimo, un diálogo personal con el arte y la fe de quienes la erigieron. Sentarse en uno de sus bancos de madera, bajo los arcos de herradura, es conectar con una forma de espiritualidad más pura y primigenia. Es comprender que la grandeza del Camino de Santiago no solo reside en sus grandes catedrales, sino también en la belleza humilde y poderosa de estos tesoros escondidos, que esperan pacientemente, como lo han hecho durante más de mil años, a que alguien se desvíe del camino para descubrir su secreto.