Mi relación con la cena siempre fue de rendición incondicional, el premio al final de un día agotador. Con 50 años cumplidos, había aceptado con resignación que el cansancio crónico, esa neblina mental por las mañanas y la sensación de arrastrarme hasta el fin de semana eran, simplemente, peajes de la edad. Lo que jamás imaginé es que la solución no estaba en complicadas dietas ni en caros suplementos, sino en un ajuste casi ridículo en mi última comida del día. Un cambio que, sin exagerar, me ha devuelto una vitalidad que creía perdida para siempre.
Llegar a esta revelación no fue un camino de rosas. Fue un proceso de prueba y error, de escuchar más a mi cuerpo y menos a las costumbres arraigadas. Porque, seamos sinceros, nos han enseñado que la vida es así: a más años, menos energía. Pero, ¿y si fuera una de las grandes mentiras que nos contamos? Hoy puedo decir que un cambio consciente en mi alimentación nocturna ha tenido un impacto más profundo en mi bienestar que cualquier otra cosa. Esto no es la historia de una dieta milagro, sino la de cómo un pequeño gesto puede provocar una auténtica revolución interior.
2¿Y SI EL PROBLEMA ESTUVIERA EN EL ÚLTIMO PLATO DEL DÍA?

El punto de inflexión llegó de la forma más tonta: en una conversación casual con un amigo médico. Le comentaba mi fatiga perenne y, en lugar de recomendarme vitaminas, me hizo una pregunta que me descolocó: «¿Y cómo es tu cena?«. Le describí mis festines nocturnos y su respuesta fue una ceja arqueada y una sonrisa. Me explicó de forma sencilla cómo una ingesta copiosa y rica en carbohidratos refinados por la noche obliga al cuerpo a un sobreesfuerzo digestivo que interfiere directamente con los procesos de reparación celular del sueño.
Aquella charla fue como una bombilla que se enciende en una habitación oscura. De repente, todo cobraba sentido. ¿Y si el enemigo no era la edad, sino mi propio plato? Decidí hacer un experimento durante un mes, sin grandes expectativas. La propuesta era simple: transformar mi cena en algo más ligero y, sobre todo, adelantarla. No se trataba de pasar hambre, sino de darle a mi cuerpo lo que necesitaba en el momento adecuado. El reto no era físico, sino mental: desaprender décadas de hábitos y la creencia de que una cena ligera es una cena triste.