Mi relación con la cena siempre fue de rendición incondicional, el premio al final de un día agotador. Con 50 años cumplidos, había aceptado con resignación que el cansancio crónico, esa neblina mental por las mañanas y la sensación de arrastrarme hasta el fin de semana eran, simplemente, peajes de la edad. Lo que jamás imaginé es que la solución no estaba en complicadas dietas ni en caros suplementos, sino en un ajuste casi ridículo en mi última comida del día. Un cambio que, sin exagerar, me ha devuelto una vitalidad que creía perdida para siempre.
Llegar a esta revelación no fue un camino de rosas. Fue un proceso de prueba y error, de escuchar más a mi cuerpo y menos a las costumbres arraigadas. Porque, seamos sinceros, nos han enseñado que la vida es así: a más años, menos energía. Pero, ¿y si fuera una de las grandes mentiras que nos contamos? Hoy puedo decir que un cambio consciente en mi alimentación nocturna ha tenido un impacto más profundo en mi bienestar que cualquier otra cosa. Esto no es la historia de una dieta milagro, sino la de cómo un pequeño gesto puede provocar una auténtica revolución interior.
3EL CAMBIO: MENOS ESPECTACULAR, MÁS EFECTIVO

Mi nueva cena no tenía nada de revolucionario, y ahí radicaba su genialidad. Empecé a basar mis noches en una fórmula muy simple: proteína de calidad y muchas verduras. Pescado a la plancha con espárragos, un revuelto de huevos con champiñones, una pechuga de pollo al horno con brócoli o una crema de calabacín. Platos sencillos, sabrosos y, sobre todo, fáciles de digerir. El gran cambio fue desterrar los carbohidratos de digestión lenta como el pan, la pasta o el arroz de mis veladas.
Pero el qué era solo la mitad de la ecuación; el cuándo fue la otra pieza clave. Adopté la costumbre de cenar mucho antes, sobre las ocho de la tarde, dejando un margen de al menos dos o tres horas antes de acostarme. Al principio me costó, sentía esa extraña sensación de «hambre» a las diez de la noche, que en realidad era solo costumbre. Pero perseveré. Esta modificación en la cena permitía que mi sistema digestivo hubiera hecho gran parte de su trabajo antes de meterme en la cama.