viernes, 15 agosto 2025

Por qué el cocido madrileño lleva un clavo (y no es para el caldo): un secreto de abuelas del siglo XIX

El cocido madrileño es mucho más que un simple plato; es el alma de la capital servida en un puchero, un ritual gastronómico que condensa siglos de historia, cultura y vida cotidiana. Cada familia y cada taberna presume de tener la receta definitiva, pero existen secretos que trascienden los meros ingredientes y sus proporciones. Son pequeños gestos, casi olvidados, que marcan la diferencia entre un buen guiso y una obra maestra culinaria, y uno de los más fascinantes involucra un objeto completamente ajeno a la cocina, un humilde clavo de hierro cuya función ha sido malinterpretada durante generaciones, guardando el verdadero secreto de un sabor perfecto.

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La curiosidad nos lleva a preguntar por qué se añadiría una pieza de ferretería a una de las joyas de nuestra gastronomía. La respuesta más extendida, aquella que sugiere que aporta hierro o sabor al caldo, se queda en la superficie de un misterio mucho más profundo y práctico. Este enigma nos transporta directamente a las cocinas del Madrid decimonónico, a una época de despensas sin refrigeración y de ingenio popular. La verdadera razón detrás de este gesto es una lección de sabiduría doméstica, un detalle que a menudo pasa desapercibido para el comensal moderno, pero que fue crucial para garantizar la excelencia del auténtico cocido madrileño.

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LOS TRES VUELCOS: UN RITUAL SERVIDO EN TRES ACTOS

Fuente: Freepik

El servicio del cocido madrileño es una ceremonia en sí misma, conocida como el servicio en «tres vuelcos», una tradición que permite apreciar cada componente por separado. El primer acto es la sopa, un caldo sustancioso que prepara el paladar para lo que está por venir, resultado de la cocción lenta de todos los ingredientes y que se sirve caliente, generalmente con fideos finos o arroz. Este primer vuelco es la quintaesencia del plato, un concentrado de sabor que por sí solo ya justificaría la preparación entera y que debe ser reconfortante y potente.

Tras la sopa, llega el segundo vuelco, protagonizado por los garbanzos, tiernos y perfectos gracias, en parte, a aquel viejo truco del clavo, acompañados de las verduras: patata, zanahoria y el imprescindible repollo rehogado con ajo. Finalmente, el tercer vuelco presenta el festín de carnes, el compango: morcillo de ternera, gallina, chorizo, morcilla y tocino, demostrando que cada etapa del servicio tiene su propia identidad y valor. Este ritual no es un capricho, sino una forma inteligente de disfrutar de la complejidad del guiso sin que los sabores se saturen entre sí.

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