La increíble historia de Blas de Lezo arranca como un guion imposible, de esos que rechazarías por inverosímil. Imagina a un hombre al que el destino le ha arrebatado un ojo, un brazo y una pierna en combate, y ponlo al frente de una defensa suicida. Su nombre quedó grabado a fuego en la historia militar al humillar a la mayor armada jamás vista hasta entonces con una determinación que desafiaba toda lógica. La gesta de este almirante de Guipúzcoa en 1741 no es solo un relato de guerra; es la prueba de que la voluntad de un solo hombre puede cambiar el curso de un imperio. ¿Te atreves a descubrir cómo lo hizo?
Pocos recuerdan hoy su nombre, sepultado por siglos de una historia a menudo ingrata con sus mayores héroes. Sin embargo, la historia de este marino vasco es un relato de superación que demuestra cómo el ingenio y el coraje pueden doblegar a la fuerza bruta más abrumadora, incluso cuando todo parece perdido. Lo que ocurrió en Cartagena de Indias va más allá de una simple batalla. Fue la humillación de una superpotencia, la Royal Navy británica, a manos de un hombre que, para muchos, ya estaba roto. Pero sus cicatrices no eran debilidades, sino el mapa de una vida entregada a una sola causa: defender su bandera hasta el último aliento.
¿CÓMO SE CONVIERTE UN HOMBRE EN LEYENDA A GOLPE DE CAÑONAZO?
Desde muy joven, parecía que el destino de Blas de Lezo era entrelazarse con la pólvora y el acero. Su carrera militar fue una sucesión de heridas de guerra que, lejos de hundirlo, forjaron un carácter de acero y una mente táctica incomparable, admirada incluso por sus enemigos. A los 15 años, un cañonazo en la batalla de Vélez-Málaga le destrozó la pierna izquierda, que tuvieron que amputarle sin anestesia. Lejos de retirarse, el joven oficial de la Armada vio en aquella pérdida un acicate para seguir adelante. Su leyenda no había hecho más que empezar a escribirse con la tinta más amarga, la de su propia sangre.
Aquel fue solo el principio de su calvario físico. Años más tarde, en la defensa de Tolón, una esquirla le inutilizó el ojo izquierdo, dejándolo tuerto para siempre. Poco después, en el asalto a Barcelona, otro balazo le dejó el brazo derecho anclado e inservible. Con 25 años, Blas de Lezo ya era cojo, tuerto y manco. Lejos de ser un impedimento, cada cicatriz era un testimonio de su lealtad a la corona española y aumentaba su fama entre amigos y enemigos, que lo veían como una figura casi mitológica. Así nació el apodo que le acompañaría el resto de su vida: el «Mediohombre».
LA TORMENTA PERFECTA: CUANDO INGLATERRA DECIDIÓ APLASTAR A ESPAÑA
La tensión entre España e Inglaterra a mediados del siglo XVIII era un polvorín a punto de estallar. La excusa fue la famosa oreja del contrabandista Robert Jenkins, pero el objetivo real era otro: el control de las lucrativas rutas comerciales del Caribe. Inglaterra, ansiosa por expandir su imperio, reunió una flota de una escala nunca antes vista para atacar el corazón del poder español en América. Con casi doscientos barcos, cerca de treinta mil hombres y más de dos mil cañones, la escuadra del almirante Edward Vernon era una fuerza de aniquilación. Poca broma con el despliegue británico.
El objetivo elegido fue Cartagena de Indias, la joya de la corona, una ciudad amurallada y punto neurálgico del comercio imperial. Su caída significaría un golpe mortal para España. Al mando de la defensa se encontraba nuestro protagonista, un ya veterano Blas de Lezo. Sobre el papel, la contienda era un disparate, una lucha de David contra un Goliat de proporciones bíblicas. Lezo contaba apenas con seis navíos, una guarnición de tres mil hombres y unos pocos cientos de milicianos indígenas. Las probabilidades no estaban en su contra; eran, sencillamente, inexistentes. El mundo contenía la respiración.
«VENID, COBARDES»: LA DEFENSA IMPOSIBLE DE CARTAGENA DE INDIAS
La confianza británica era tan desbordante que rozaba la arrogancia. Antes incluso de iniciar el asalto final, el almirante Vernon mandó acuñar medallas conmemorativas de la victoria, con la imagen de un Blas de Lezo arrodillado y humillado. No contaban con que el marino vasco era un maestro de la estrategia y la guerra psicológica. Conocedor de sus limitaciones, diseñó una defensa en profundidad basada en el desgaste y la paciencia, cediendo terreno poco a poco para atraer al enemigo a una trampa mortal. Su plan era convertir cada palmo de tierra en un infierno para los invasores.
El asedio comenzó en marzo de 1741 con un bombardeo brutal. Lezo ordenó hundir sus propios barcos en la bocana del puerto para bloquear el acceso principal, obligando a los ingleses a un desembarco complicado. El defensor de los mares del imperio sabía que su única oportunidad era resistir hasta que llegaran las lluvias y las enfermedades tropicales hicieran su trabajo. Mientras los cañones británicos rugían, su calma y su aparente impasibilidad infundían moral a una tropa aterrorizada que veía en su almirante tullido a un gigante. La verdadera batalla, la que decidiría todo, se libraría en el castillo de San Lázaro.
MÁS ALLÁ DE LAS MURALLAS: LA GUERRA PSICOLÓGICA DEL «MEDIOHOMBRE»
El castillo de San Lázaro era la llave de Cartagena, la última gran defensa antes de la ciudad. Vernon, impaciente y subestimando al defensor, ordenó un asalto frontal con miles de sus mejores hombres. Fue su mayor error. Blas de Lezo había anticipado cada movimiento, preparando un foso alrededor del fuerte que los ingleses no esperaban y que convirtió sus escalas de asalto en inútiles. Los soldados británicos, atrapados en la base del muro y sin forma de subir, se convirtieron en blancos fáciles para los defensores, que desataron un fuego cruzado devastador desde las almenas.
La carnicería fue espantosa. La noche del 20 de abril, los británicos se lanzaron al ataque y se encontraron con una masacre. El genio militar español había logrado lo impensable. La derrota en San Lázaro no solo fue militar, sino también moral; rompió el espíritu de un ejército que se creía invencible y que ahora yacía diezmado a los pies de la fortaleza. Las enfermedades, como la fiebre amarilla, comenzaron a causar estragos entre las tropas británicas, hacinadas en los barcos. El plan del «Mediohombre» estaba funcionando a la perfección. La humillación inglesa estaba a punto de completarse.
LA VICTORIA MÁS AMARGA: GLORIA ETERNA Y OLVIDO INGRATO
La retirada británica fue un espectáculo patético. Vernon ordenó quemar algunos de sus barcos para no dejarlos como trofeo y huyó con el rabo entre las piernas, dejando tras de sí miles de muertos y una de las mayores derrotas navales de la historia de la Royal Navy. Las noticias de la victoria recorrieron el mundo, y la figura de Blas de Lezo se elevó a la categoría de mito. Sin embargo, la gloria de Cartagena de Indias trajo consigo la envidia y la traición. Una agria disputa con el virrey Sebastián de Eslava, que intentó atribuirse todo el mérito, ensombreció sus últimos días.
Agotado y herido, el héroe que salvó un imperio no pudo disfrutar de su hazaña. Apenas unos meses después de la victoria, Blas de Lezo murió a causa de la peste contraída durante el asedio. Su final fue tan injusto como su vida había sido épica. El virrey, en un acto de mezquindad histórica, ocultó sus informes y su nombre fue deliberadamente relegado a un segundo plano, casi borrado de los anales. A pesar del olvido institucional, la leyenda del almirante que con medio cuerpo doblegó a la mayor flota del mundo pervivió en la memoria popular, un faro de coraje y estrategia que hoy, por fin, recupera el lugar que merece.