miércoles, 13 agosto 2025

Sitiados durante 337 días sin saber que la guerra había terminado: la gesta olvidada de los ‘Últimos de Filipinas’

Hay historias de guerra que desafían toda lógica y parecen sacadas de una novela de aventuras, pero que ocurrieron de verdad, en el barro y el olvido de la Historia con mayúsculas. La de un puñado de soldados españoles que, aislados a miles de kilómetros de casa, resistieron un asedio imposible durante casi un año es una de las más increíbles, y es que la de un puñado de soldados españoles que resistieron casi un año sin saber que la paz ya se había firmado es una de las más increíbles. ¿Cómo es posible luchar con esa fiereza por un conflicto que ya ha terminado? La respuesta se esconde en los muros de una pequeña iglesia en Filipinas.

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Imaginar su situación resulta casi imposible, un bucle de pólvora, hambre y una fe inquebrantable en una bandera que ya se había arriado en aquel rincón del mundo. Su gesta, lejos de ser un simple episodio bélico, se convirtió en un testamento sobre la lealtad y el honor, porque su obstinada defensa en la iglesia de Baler se convirtió en una leyenda de lealtad y resistencia más allá de la propia rendición de España. Este no es solo el relato de una batalla, sino el de una desconexión total con la realidad que llevó a un grupo de hombres a tocar la gloria y la locura a partes iguales.

UN PUÑADO DE HOMBRES CONTRA EL MUNDO

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Todo comenzó en 1898, un año fatídico para un imperio español que se desmoronaba. En el remoto pueblo de Baler, en la isla filipina de Luzón, un pequeño destacamento militar vivía sus días con la calma tensa que precede a las grandes tormentas. No eran una unidad de élite, sino un grupo de soldados de reemplazo y oficiales al mando del capitán Enrique de las Morenas, ajenos a que la historia estaba a punto de encerrarlos, y es que el destacamento español, compuesto por apenas cincuenta hombres, quedó aislado en un remoto pueblo filipino cuando estalló la rebelión tagala y el guerra hispano-estadounidense cambió el tablero.

Ante un enemigo que los superaba masivamente en número y recursos, la única opción viable era atrincherarse. La elección del lugar no fue casual, pues la iglesia del pueblo, con sus robustos muros de piedra, ofrecía la mejor protección posible contra el asedio que se avecinaba. No sabían cuánto duraría, pero tomaron una decisión que marcaría su destino, pues la iglesia de piedra se convirtió en su único refugio, un bastión improvisado contra un enemigo que los superaba en número. Aquellos muros se convertirían en su hogar, su fortaleza y, para muchos, su tumba, iniciando una lucha legendaria.

337 DÍAS ATRAPADOS ENTRE MUROS Y FANTASMAS

El 1 de julio de 1898, el sitio se hizo oficial. Lo que siguió fue una pesadilla de 337 días de resistencia ininterrumpida. La vida dentro de la iglesia se convirtió en un ejercicio de supervivencia extrema, donde el mayor enemigo no siempre eran las balas que silbaban fuera. El hambre empezó a hacer estragos, obligándoles a comer ratas, cuervos y cualquier cosa que se moviera, y es que la mayor batalla no se libraba fuera, con las balas, sino dentro, contra el hambre, las enfermedades y la desesperación. La peor de todas fue el beriberi, una terrible dolencia que diezmó sus filas.

A pesar de las penurias, el pequeño grupo mantuvo una disciplina férrea. El teniente Saturnino Martín Cerezo, que asumió el mando tras la muerte del capitán, organizó la defensa con una eficiencia admirable. Establecieron turnos de guardia, racionaron los escasos víveres y mantuvieron la moral con una mezcla de autoridad y patriotismo. La resistencia era más psicológica que física, y mantener la moral y la disciplina fue la clave para no sucumbir al caos en medio de aquel infierno, demostrando una entereza sobrehumana en el peor de los escenarios imaginables, un combate diario por la supervivencia.

¿POR QUÉ NO CREYERON QUE LA GUERRA HABÍA TERMINADO?

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Aquí es donde la historia adquiere tintes surrealistas. El Tratado de París se firmó en diciembre de 1898, poniendo fin a la guerra y cediendo Filipinas a Estados Unidos. La contienda había acabado, pero para los hombres de Baler, no. Los filipinos, ahora bajo un nuevo contexto político, intentaron comunicarles el fin de las hostilidades en varias ocasiones. Enviaron emisarios, les dejaron periódicos… pero todo fue en vano, ya que los soldados interpretaron cada intento de comunicación como una estratagema del enemigo para hacerles salir y aniquilarlos. Su lema era claro: resistir o morir.

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La desconfianza era absoluta. Llegaron incluso a recibir a oficiales españoles enviados expresamente para ordenarles la rendición, pero el teniente Martín Cerezo los consideró traidores o desertores. Estaban tan aislados y mentalmente agotados que la verdad les parecía la más elaborada de las mentiras. La propia idea de que España se hubiera rendido era inconcebible para ellos, porque la desconfianza se había apoderado de ellos hasta el punto de creerse los únicos defensores de un imperio que ya no existía. Seguían luchando una guerra privada, ajenos a un mundo que ya había pasado página.

EL PERIÓDICO QUE LO CAMBIÓ TODO

Los meses pasaban y la situación era insostenible. Los filipinos, perplejos ante tanta obstinación, decidieron probar una última estrategia, un gesto que cambiaría el curso de los acontecimientos. Sabían que los sitiados salían por las noches en busca de alimentos y leña, así que idearon un plan sencillo pero brillante. Dejaron un fardo con varios periódicos de Madrid en un lugar visible cerca de la iglesia, esperando que la tinta pudiera lo que las palabras no habían logrado, ya que los filipinos, en un último intento por convencerlos, les dejaron varios periódicos recientes de Madrid en la puerta de la iglesia.

Una noche, los soldados recogieron los diarios. Al principio, Martín Cerezo los leyó con el mismo escepticismo de siempre, buscando la trampa, el engaño. Las noticias sobre el fin de la guerra le parecían falsas. Pero entonces, sus ojos se detuvieron en una pequeña columna, una noticia secundaria que no tenía nada que ver con la contienda, y fue una pequeña noticia sobre el nuevo destino de un compañero de armas lo que finalmente les hizo comprender que no era un engaño. Era un detalle tan específico y personal que no podía haber sido inventado. La guerra había terminado.

LA RENDICIÓN MÁS HONROSA DE LA HISTORIA

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El 2 de junio de 1899, casi un año después de encerrarse, los supervivientes de Baler salieron de la iglesia. No lo hicieron como hombres derrotados, sino con el orgullo intacto, desfilando en formación con su bandera al frente. La reacción de sus antiguos enemigos fue extraordinaria. El general filipino, admirado por su increíble valor, emitió un decreto que ha pasado a la historia, ya que el general filipino, admirado por su valor, no los trató como prisioneros, sino como héroes, ordenando que recibieran honores militares. No eran enemigos, sino «amigos» y un «ejemplo de valor y constancia».

Su regreso a España fue agridulce. Fueron recibidos con honores, pero volvían a un país humillado por el Desastre del 98, una nación que intentaba olvidar la pérdida de sus últimas colonias. Su gesta, aunque reconocida, quedó como una nota a pie de página en un capítulo doloroso. Sin embargo, su historia trasciende cualquier resultado militar, porque su gesta se convirtió en un símbolo de un deber cumplido hasta el final, una lección de honor en medio del desastre nacional. Un relato increíble sobre cómo la voluntad de un puñado de hombres pudo desafiar al tiempo, la lógica y el fin de una guerra.

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