viernes, 15 agosto 2025

El día que el pueblo de Madrid se levantó con navajas y piedras contra el ejército más poderoso del mundo: la verdad del 2 de mayo

Madrid amaneció aquel 2 de mayo de 1808 bajo un sol que prometía una jornada tranquila, aunque el aire estuviera cargado de una tensión casi palpable. Las tropas de Napoleón, el ejército más temido de Europa, ocupaban la ciudad con una mezcla de arrogancia y falsa cortesía. Sin embargo, bajo esa aparente calma, la ciudad estaba a punto de protagonizar uno de los episodios más heroicos y sangrientos de su historia, una rebelión que no fue liderada por generales, sino por sus propios vecinos. ¿!– /wp:paragraph –>

Pero ¿qué lleva a un pueblo entero, armado solo con su dignidad, a lanzarse contra cañones y bayonetas? La respuesta no está en los libros de estrategia militar, sino en el corazón de la gente de Madrid. Este no fue un plan orquestado, ni una batalla calculada. Al contrario, fue un estallido visceral de orgullo, una explosión de rabia popular contra la humillación de ver cómo les arrebataban lo último que les quedaba: su familia real y su soberanía. Esta es la crónica de cómo un día cambió para siempre el destino de un país.

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LA CALMA ANTES DE LA TEMPESTAD

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En los meses previos a aquel mayo, Madrid vivía una situación extraña y asfixiante. Los soldados franceses, bajo el mando del mariscal Murat, se paseaban por la Villa y Corte como si fuera suya, con el pretexto de dirigirse a Portugal. Pero los madrileños no eran tontos. Notaban la soberbia en sus miradas y el control férreo que ejercían sobre cada rincón. La tensión se podía cortar con un cuchillo, ya que la población veía a los franceses no como aliados, sino como una fuerza de ocupación silenciosa que esperaba el momento oportuno para asestar el golpe definitivo a la corona española.

Mientras tanto, en los despachos del palacio se libraba otra batalla, una mucho más sutil. Napoleón, con una astucia maquiavélica, había atraído a Carlos IV y a su hijo Fernando VII a Bayona, dejándolos como rehenes de lujo. La familia real española estaba siendo sistemáticamente desmantelada, porque Napoleón jugaba una partida de ajedrez político para colocar a su hermano José en el trono. En el corazón de la península, solo quedaban en palacio los miembros más jóvenes de la familia, entre ellos el infante Francisco de Paula, un niño que se convertiría, sin saberlo, en el detonante de la tragedia.

LA CHISPA QUE ENCENDIÓ LA LLAMA

La mañana del 2 de mayo, un rumor recorrió Madrid como un reguero de pólvora: los franceses se iban a llevar al infante. Frente al Palacio Real, un puñado de curiosos y preocupados se congregó para ver qué ocurría. Vieron cómo un coche de caballos se preparaba y cómo los soldados franceses se disponían a escoltar al último miembro de la realeza que quedaba en la ciudad. El detonante fue un acto que parecía menor, ya que el intento de sacar al infante Francisco de Paula del Palacio Real fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de un pueblo entero.

Fue entonces cuando un cerrajero del palacio, José Blas Molina, alzó la voz con un grito que se convertiría en leyenda: «¡Traición! ¡Que nos los llevan!». Ese lamento desesperado fue la señal. La multitud, hasta entonces contenida, explotó en un arrebato de furia. El grito de un hombre anónimo actuó como una orden de batalla, porque en cuestión de minutos el pueblo de Madrid se echó a la calle de forma espontánea y furiosa, dispuesto a impedir el secuestro con lo que tuviera a mano. La rebelión había comenzado, y ya no había marcha atrás.

UNA GUERRA SIN GENERALES: NAVAJAS CONTRA SABLES

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Lo que ocurrió a continuación no fue una batalla, fue una cacería. El levantamiento de Madrid no tuvo líderes ni estrategia; fue el caos organizado por la pura desesperación. Mujeres, hombres y hasta niños se enfrentaron a soldados de élite con una valentía que rozaba la locura. Aquella no fue una batalla convencional, ya que se luchó casa por casa, con navajas de afeitar, tijeras, macetas arrojadas desde los balcones y cualquier objeto que pudiera usarse como arma. Cada calle se convirtió en una trinchera, y cada ventana, en un puesto de francotirador improvisado.

La respuesta de Murat fue brutal. Ordenó a sus tropas aplastar la insurrección sin piedad. La caballería de los mamelucos, mercenarios egipcios al servicio de Napoleón, cargó contra la multitud en la Puerta del Sol, una escena de una violencia inaudita que Goya inmortalizaría para siempre. El choque de las navajas y las piedras del pueblo de Madrid contra los sables curvos y los fusiles del mejor ejército del mundo fue desigual y sangriento, porque simbolizó el choque brutal entre un ejército profesional y un pueblo desesperado que luchaba por su honor.

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LOS HÉROES ANÓNIMOS QUE GOYA INMORTALIZÓ

Aunque la sublevación fue eminentemente popular, hubo militares que no pudieron quedarse de brazos cruzados mientras masacraban a sus compatriotas. En el Parque de Artillería de Monteleón, los capitanes Luis Daoiz y Pedro Velarde tomaron una decisión que les costaría la vida pero les otorgaría la gloria eterna. Desobedecieron las órdenes de sus superiores de permanecer neutrales, porque decidieron armar al pueblo de Madrid y unirse a la lucha, convirtiendo el cuartel en el principal foco de resistencia organizada. Su heroico sacrificio se convirtió en un símbolo para toda la nación.

Junto a ellos, miles de héroes anónimos. Nombres como el de Manuela Malasaña, la joven bordadora convertida en leyenda, representan a todas las mujeres que lucharon y murieron aquel día. El genio de Francisco de Goya, testigo de la brutalidad, se convirtió en el cronista visual de la jornada. Sus cuadros no son solo arte, son un reportaje de guerra que desgarra el alma, porque «La carga de los mamelucos» y «Los fusilamientos del 3 de mayo» no son una invención, son el testimonio que inmortalizó el sacrificio del pueblo de Madrid.

LA SANGRE DERRAMADA Y LA SEMILLA DE UNA NACIÓN

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Al caer la tarde, la rebelión de Madrid había sido ahogada en sangre. El ejército francés controlaba de nuevo la ciudad, pero el silencio que se impuso era el de un cementerio. La respuesta de Murat fue implacable y ejemplarizante. Se desató una noche de terror, con detenciones arbitrarias y fusilamientos masivos y sin juicio en la montaña del Príncipe Pío y otros puntos de la ciudad. La represión buscaba aterrorizar a toda España, pero consiguió exactamente lo contrario, sembrando el odio y las ansias de venganza en cada rincón del país.

Aquel levantamiento aplastado fue, paradójicamente, una victoria. Una derrota militar que se transformó en un triunfo moral de consecuencias inimaginables. La noticia de la heroicidad y la posterior matanza de Madrid se extendió como la pólvora por toda la península, encendiendo la llama de la rebelión. Porque el sacrificio del pueblo de Madrid no fue en vano; se convirtió en el grito de guerra que dio inicio a la Guerra de la Independencia, una contienda larga y cruel que acabaría desangrando al invencible imperio de Napoleón.

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