El otoño llega siempre con una promesa silenciosa, la de las hojas crujientes bajo los pies, el aroma a tierra mojada y ese primer café caliente que sabe a gloria. Pero junto a esa estampa bucólica, trae también un eco familiar: el de los primeros estornudos, la carraspera en la garganta y esa sensación de que el próximo resfriado está a la vuelta de la esquina. Nos hemos acostumbrado a aceptarlo como un peaje inevitable de la estación de los colores ocres, pero quizás hemos estado mirando en la dirección equivocada; de hecho, la clave para esquivar los pañuelos podría estar en una vitamina que la mayoría pasa por alto. Es un secreto a voces en las consultas de atención primaria, un detalle que podría cambiar por completo nuestra percepción de esta época del año.
¿Y si te dijera que tu cuerpo tiene un interruptor de defensa que se va «apagando» a medida que los días se acortan y el sol se vuelve más tímido? No es una metáfora poética, sino una realidad biológica que nos hace vulnerables justo cuando empieza la temporada de virus. Durante este cambio de estación, nos obsesionamos con la ropa de abrigo y las bebidas calientes, sin darnos cuenta de que la verdadera batalla se libra en nuestro interior; y es que, al parecer, un simple nutriente olvidado es el responsable de mantener fuerte nuestro escudo natural contra los virus. La solución podría ser mucho más sencilla y estar más a nuestro alcance de lo que jamás hubiéramos imaginado, transformando por completo la forma en que afrontamos la llegada del frío.
1¿POR QUÉ SIEMPRE CAEMOS ENFERMOS CON EL FRÍO?

Es un clásico de nuestra cultura: bajan las temperaturas y automáticamente lo vinculamos con los catarros, como si el aire gélido llevase los virus de la mano. Sin embargo, la ciencia lleva años diciéndonos que el frío, por sí solo, no causa los resfriados. La verdadera razón es mucho más compleja y tiene que ver con nuestros hábitos durante la llegada del mal tiempo, pues nuestro sistema inmunitario se debilita justo cuando pasamos más tiempo en espacios cerrados, facilitando el contagio. Esta tormenta perfecta, que combina una mayor exposición a los patógenos con unas defensas menos preparadas, es la auténtica culpable de que el otoño se convierta en sinónimo de pañuelos. Una debilidad que se acentúa de forma crítica con la llegada de esta estación.
Este debilitamiento no es una casualidad ni fruto del azar, sino la consecuencia directa de un cambio ambiental que afecta a nuestra fisiología de manera profunda. Durante los meses más grises, nuestro organismo sufre una carencia que pasa desapercibida para la mayoría, pero que es fundamental para que nuestras defensas funcionen a pleno rendimiento. De hecho, la falta de un componente esencial, directamente ligado a la luz solar, deja a nuestras defensas en una situación de vulnerabilidad. Por eso, aunque nos abriguemos hasta las cejas y tomemos sopas calientes, sentimos que algo falla, que nuestro cuerpo no responde con la misma fortaleza que en verano. El problema no está fuera, sino dentro, y empeora drásticamente con el otoño.