El día que el ejército español masacró a tiros a sus propios campesinos por pedir pan: la matanza de Casas Viejas que el franquismo intentó ocultar

La Guardia de Asalto incendió una choza con una familia dentro y ejecutó a sangre fría a una docena de detenidos. La masacre provocó un enorme escándalo político que erosionó al gobierno de Azaña y fue posteriormente silenciada durante el franquismo.

La matanza de Casas Viejas es una de esas heridas profundas y mal curadas en la memoria de España, un episodio deliberadamente incómodo que rompe el relato simplista de buenos y malos. Ocurrió en enero de 1933, en plena Segunda República, y su eco resuena como una advertencia sobre la fragilidad de la justicia. Aquel día, la Segunda República ordenó a la Guardia de Asalto aplastar una revuelta campesina con una brutalidad inusitada. ¿Cómo pudo pasar algo así en el régimen que prometía modernidad y derechos?

La historia que se cuenta a continuación es cruda, directa y necesaria. No busca justificar nada, sino iluminar uno de los rincones más oscuros de nuestro pasado reciente, un capítulo que muchos prefirieron olvidar. Los sucesos de Benalup, nombre actual del pueblo, nos enfrentan a una verdad incómoda, y es que demuestra que la violencia extrema no fue patrimonio exclusivo de un solo bando, una lección que nos obliga a mirar nuestra historia con una honestidad a veces dolorosa.

EL CALDO DE CULTIVO DE LA TRAGEDIA

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Imagina un campo andaluz dominado por latifundios, donde miles de familias dependían del capricho de un señorito para poder llevar un jornal de miseria a casa. La República había prometido una reforma agraria que nunca llegaba, y la paciencia se había agotado. En ese contexto de desesperación, los jornaleros vivían en condiciones de semiesclavitud, con un hambre que era el pan de cada día. Eran invisibles para un sistema que les daba la espalda.

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En ese vacío de esperanza, solo una ideología parecía ofrecer una salida real y radical: el anarquismo. La CNT y la FAI prendieron con fuerza en el sur, prometiendo no solo pan, sino dignidad. No era una adhesión política fría, era una fe ardiente en la posibilidad de un mundo nuevo. Porque para ellos, el anarquismo ofrecía una promesa radical de dignidad y reparto de la tierra, la única luz al final de un túnel de explotación interminable.

LA CHISPA QUE ENCENDIÓ LA PRADERA

La noche del 10 de enero de 1933, la FAI llamó a la huelga general revolucionaria en todo el país. La mayoría de las ciudades no secundaron el llamamiento, pero en algunos pequeños pueblos, como este rincón de Cádiz, se lo tomaron al pie de la letra. Un grupo de campesinos salió a la calle y proclamó el comunismo libertario. No era una amenaza real para el Estado, sino los campesinos proclamaron el comunismo libertario, un acto más simbólico que efectivo de pura desesperación.

La reacción del poder local fue inmediata. Unos pocos guardias civiles intentaron sofocar la revuelta y se atrincheraron en su cuartel. En el tiroteo que siguió, dos de los agentes murieron. Esa fue la sentencia de muerte para el pueblo. La noticia llegó a Madrid como un desafío intolerable al orden republicano, y la muerte de dos guardias civiles en el enfrentamiento inicial desató una respuesta desproporcionada del Estado. Ya no se trataba de restaurar el orden, sino de dar un escarmiento.

«NI HERIDOS NI PRISIONEROS. TIROS A LA BARRIGA»

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Al día siguiente, un contingente de la temida Guardia de Asalto llegó al pueblo con instrucciones directas desde las altas esferas del gobierno. Al mando estaba el capitán Manuel Rojas Feigenspan, un hombre que no iba a andarse con rodeos. La frase que se le atribuye, aunque él siempre la negó, se convirtió en el símbolo de la masacre. Y es que la orden era clara: acabar con la insurrección de raíz, sin dejar testigos ni supervivientes.

El momento más atroz se vivió en la humilde choza de un carbonero apodado «Seisdedos», donde se habían refugiado varios de los supuestos cabecillas. Los guardias rodearon la cabaña de paja y le prendieron fuego sin dudarlo. Quienes intentaron escapar fueron abatidos a tiros en el acto. Aquella noche, la choza de un carbonero conocido como ‘Seisdedos’ fue incendiada con su familia dentro, una imagen de terror que quedaría grabada a fuego en la memoria colectiva del país.

LA VERGÜENZA QUE HIZO TAMBALEAR A UN GOBIERNO

Pero la barbarie no terminó con el incendio de la choza. A la mañana siguiente, los guardias detuvieron a una docena de hombres del pueblo y, aplicando la infame «ley de fugas», los asesinaron a sangre fría junto a las cenizas de la cabaña. El gobierno intentó imponer la censura, pero la noticia se filtró gracias a periodistas valientes. De pronto, doce detenidos fueron ejecutados a sangre fría en lo que fue una masacre planificada y no un simple exceso policial.

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El escándalo llegó a las Cortes y sacudió los cimientos del gobierno de Manuel Azaña, entonces presidente. Acorralado, pronunció una frase ambigua que le perseguiría para siempre: «En Casas Viejas no ha ocurrido, que yo sepa, sino lo que tenía que ocurrir». Aquello fue una bomba política. El suceso se convirtió en un arma arrojadiza para la oposición y el escándalo de Casas Viejas erosionó gravemente la legitimidad del gobierno de Azaña, marcando el principio de su fin.

LA MEMORIA OCULTA BAJO DÉCADAS DE SILENCIO

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Paradójicamente, el franquismo no utilizó este episodio como propaganda. La razón era simple: la historia de unos campesinos anarquistas luchando por la tierra no encajaba en su relato de cruzada nacional-católica. Preferían un enemigo rojo y ateo, no a unos pobres jornaleros masacrados. Por eso, la dictadura silenció este episodio porque rompía el relato de una República idílica y sin crímenes, y la matanza de Cádiz cayó en un olvido impuesto durante décadas.

Hoy, gracias al trabajo de historiadores y al empeño de los descendientes de las víctimas, la verdad de lo que pasó en Casas Viejas ha vuelto a la superficie. No es una historia cómoda, porque nos obliga a aceptar las sombras y contradicciones de un periodo que a menudo idealizamos. Al final, recordar Casas Viejas es un ejercicio de honestidad histórica para entender la complejidad de nuestro pasado y honrar a aquellos a los que se les arrebató la vida por pedir simplemente pan y justicia.

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