La historia está llena de pretextos inverosímiles para iniciar una guerra, pero pocos son tan extraños como el que enfrentó a dos de los mayores imperios del siglo XVIII. Todo comenzó con un hombre, un barco y una parte de su cuerpo cercenada. Puede sonar a leyenda, pero una oreja guardada en formol se convirtió en la prueba que el Parlamento británico necesitaba para declarar las hostilidades contra la corona española.
Imagínalo por un momento: la pieza de un hombre anónimo, presentada como la máxima humillación a una nación entera. ¿Cómo es posible que algo tan pequeño encendiera la mecha de un conflicto bélico de tal magnitud? La respuesta, como siempre, es mucho más compleja, ya que detrás del ultraje personal se escondían las tensiones económicas y el contrabando en un Caribe que era un auténtico polvorín a punto de estallar.
UN MARINERO, UNA OREJA Y UN IMPERIO ULTRAJADO
Nos situamos en 1731, en las turbulentas aguas del Caribe, un escenario de piratería, comercio y desconfianza constante entre potencias. El capitán británico Robert Jenkins navegaba a bordo de su navío, el Rebecca, cuando fue abordado por una patrulla española bajo el mando de Julio León Fandiño. La inspección, una práctica habitual para frenar el contrabando, se tornó violenta, ya que los guardacostas españoles acusaron a Jenkins de comercio ilegal y la tensión derivó en un acto brutal.
Según el relato del propio Jenkins, en mitad de la disputa, el comandante Fandiño le cortó una oreja de un certero tajo con su espada. Lejos de ser un simple acto de violencia, fue una humillación calculada, pues el oficial español le instó a que le llevara esa oreja a su rey, Jorge II, para demostrarle lo que les ocurriría a todos los contrabandistas británicos. Un mensaje directo y una ofensa que tardaría años en detonar esta particular guerra.
¿UNA SIMPLE PROVOCACIÓN O EL PRETEXTO PERFECTO?
Curiosamente, el incidente no provocó una guerra inmediata. La oreja de Jenkins permaneció en el olvido durante siete largos años, convertida en una anécdota más de las muchas que ocurrían en alta mar. Sin embargo, en 1738, el clima político en Londres había cambiado drásticamente, porque una facción de comerciantes y políticos belicistas buscaba una excusa para atacar los intereses españoles y expandir su dominio comercial en las Américas.
El verdadero motor del conflicto no era el honor herido, sino el dinero y el poder. El «Asiento de Negros», un monopolio que permitía a Gran Bretaña vender esclavos en las colonias españolas, era también una tapadera para un masivo contrabando. Este enfrentamiento armado era, en realidad, una disputa económica, ya que España intentaba proteger sus rutas comerciales mientras que los británicos querían romperlas a toda costa, y la oreja de Jenkins fue el catalizador perfecto.
EL DÍA QUE UNA OREJA HABLÓ ANTE EL PARLAMENTO
En una sesión que pasaría a los anales de la historia, Robert Jenkins compareció ante la Cámara de los Comunes británica. Allí, con una puesta en escena digna del mejor teatro, exhibió lo que afirmaba era su oreja cercenada, conservada en un frasco. Su relato conmovió y enfureció a los presentes, porque la narración del ultraje se convirtió en un símbolo de la arrogancia y la crueldad española, un arma perfecta para manipular a la opinión pública.
El efecto fue inmediato y devastador para los partidarios de la paz. El primer ministro, Robert Walpole, que se había resistido a iniciar una nueva guerra, se vio completamente superado por la histeria colectiva. La presión popular era insostenible, la historia de la oreja se difundió como la pólvora en panfletos y periódicos, obligando al gobierno a ceder y a declarar una guerra que, en el fondo, muy pocos deseaban realmente.
DE LAS AGUAS DEL CARIBE AL FUEGO GLOBAL
La que se conoció como «Guerra del Asiento» o, más popularmente, «Guerra de la Oreja de Jenkins», estalló finalmente en 1739. Lo que empezó como un conflicto naval localizado en el Caribe, pronto se extendió como una mancha de aceite. La Royal Navy, bajo el mando de figuras como el almirante Edward Vernon, lanzó ataques contra plazas fuertes españolas, y la contienda se caracterizó por una serie de asedios, bloqueos navales y batallas anfibias en lugares como Portobelo o La Guaira.
El punto álgido de esta guerra llegó con el intento de invasión de Cartagena de Indias en 1741, uno de los mayores desastres militares de la historia británica. Una flota de casi doscientos barcos y treinta mil hombres fue humillada por una guarnición española muy inferior en número, pero brillantemente dirigida por el legendario Blas de Lezo. Aquel enfrentamiento armado demostró que España no era un imperio en decadencia y que defendería sus posesiones con una ferocidad inesperada, cambiando el curso del conflicto.
¿QUIÉN GANA REALMENTE CUANDO HABLAN LOS CAÑONES?
Con el paso de los años, la guerra se fue diluyendo y acabó fusionándose con un conflicto a escala mucho mayor: la Guerra de Sucesión Austriaca. Los objetivos iniciales que llevaron a la lucha se perdieron en una maraña de alianzas y batallas por toda Europa. Ninguno de los dos bandos obtuvo una victoria clara, y el tratado de paz que puso fin a las hostilidades apenas modificó el equilibrio de poder que existía antes de que la oreja de Jenkins se convirtiera en un asunto de estado.
Aquel apéndice, que un día provocó una guerra, se perdió en los recovecos de la historia, pero su leyenda perdura como un recordatorio fascinante y terrible. Nos enseña que las verdaderas causas de una contienda a menudo se ocultan tras relatos simplificados y emocionalmente poderosos. Y nos recuerda que, a veces, la historia del mundo puede depender de algo tan pequeño y frágil como una oreja en un frasco, o más bien, de la historia que se decide contar sobre ella.