El día que decidieron conquistar el imperio más rico del mundo, no eran más que un puñado de desarrapados al borde de la inanición. Ocurrió en una isla inhóspita del Pacífico, lejos de toda gloria, donde la desesperación era el único pan de cada día. Allí, Francisco Pizarro trazó una línea en la arena y les dio a elegir, y los Trece de la Fama tomaron la decisión que cambiaría la historia de América.
Aquella jornada de 1526 no hubo testigos, ni cronistas, ni trompetas que anunciaran la gesta. Solo el sonido del mar y la tensión insoportable en los rostros de unos hombres que lo habían perdido todo, excepto la ambición. La conquista del vasto imperio inca no empezó con un ejército, sino con un acto de fe ciega, y Pizarro les ofreció elegir entre la miseria segura o la gloria incierta. Trece de ellos dieron un paso al frente.
UN PUÑADO DE HOMBRES CONTRA EL MUNDO
La expedición había resultado ser un desastre absoluto. Llevaban meses malviviendo en la Isla del Gallo, un pedazo de tierra hostil frente a las costas de la actual Colombia. Los barcos no llegaban, la comida escaseaba y las enfermedades tropicales hacían estragos entre la tropa. El sueño de encontrar El Dorado se había convertido en una pesadilla, y la expedición estaba diezmada por el hambre, las enfermedades y la desesperanza. El desánimo era total.
Justo cuando el motín parecía inevitable, apareció en el horizonte un barco enviado desde Panamá por el gobernador. Pero no traía refuerzos, sino una orden tajante: todos debían regresar. Era la oportunidad de salvar la vida, de volver a la civilización. Para Pizarro, era el fin de su sueño, y la llegada del barco supuso para los hombres una elección terrible entre la supervivencia y la lealtad a un líder que les prometía un reino legendario.
LA LÍNEA QUE CAMBIÓ LA HISTORIA
Viendo que sus hombres estaban a punto de abandonarle, el extremeño desenvainó su espada y trazó una línea recta en la arena de la playa. Se plantó al otro lado, mirando al sur, hacia el Perú desconocido. Entonces, pronunció unas palabras que han resonado durante siglos, una mezcla de arenga y desafío, y la línea en la arena simbolizaba la frontera entre el fracaso y la inmortalidad, entre la pobreza y la riqueza.
Se hizo un silencio espeso, solo roto por las olas. “Por este lado se va a Panamá, a ser pobres”, dijo Pizarro señalando al norte. “Por este otro al Perú, a ser ricos”, sentenció apuntando al sur. “Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere”. El primero en cruzar fue el piloto Bartolomé Ruiz. Tras él, otros doce. Aquel día nacieron para la historia los ‘Trece de la Fama’, y su lealtad y ambición desmedida fueron el verdadero germen de la conquista del Perú.
¿QUIÉNES ERAN AQUELLOS TRECE VALIENTES (O LOCOS)?
No eran un ejército de élite. Aquella improvisada hermandad estaba formada por hidalgos de segunda, veteranos de otras campañas, artesanos y marineros; hombres de toda clase y condición unidos por una cosa: no tenían futuro en España. Eran los desheredados de un imperio que buscaban forjarse uno propio a miles de kilómetros de casa, y eran hombres de orígenes muy diversos cuya única motivación era escapar de la pobreza.
Es imposible entender su decisión sin comprender su desesperación. Cruzar aquella línea no era solo un acto de valor, sino el último recurso de quienes ya no tenían nada que perder. La promesa de un imperio de oro y plata era el único salvavidas al que podían aferrarse, y la desproporción entre sus escasos medios y la magnitud de su objetivo es lo que convierte este episodio en una leyenda. Era la apuesta más grande jamás hecha.
EL PRECIO DE LA GLORIA: MÁS ALLÁ DE LA LÍNEA
Los que se quedaron en el barco de vuelta a Panamá les llamaron locos. Y quizá lo eran. Porque tras el gesto heroico, a Pizarro y sus doce fieles les esperaban siete meses más de aislamiento y penurias en la cercana Isla Gorgona, un lugar aún peor. Sobrevivieron a duras penas comiendo cangrejos y lo que el mar les ofrecía, y su determinación fue puesta a prueba hasta límites inhumanos mientras esperaban un rescate que no sabían si llegaría.
Su fe fue recompensada cuando el piloto Ruiz regresó con un pequeño barco. Con él navegaron por fin hacia el sur, y no tardaron en toparse con una balsa de nativos cargada de textiles y piezas de oro y plata. Era la primera prueba tangible de que el legendario imperio inca existía. Aquel botín insignificante fue la confirmación que necesitaban, y el avistamiento de la riqueza inca fue el combustible que reavivó la llama de su ambición.
UN GESTO PARA LA HISTORIA, UNA SOMBRA PARA LA HUMANIDAD
El episodio de la Isla del Gallo se ha convertido en un mito, en el símbolo del coraje y la tenacidad hispánica. Representa la capacidad de un líder para inspirar a sus hombres en el peor momento, la quintaesencia del espíritu de “todo o nada” que caracterizó a los conquistadores. Un puñado de hombres decidiendo enfrentarse a un imperio de millones de habitantes, y este momento se ha mitificado como el ejemplo máximo del arrojo y la determinación del carácter español.
Pero es imposible separar esa imagen romántica de sus terribles consecuencias. Aquel paso al frente de trece hombres fue el primer capítulo de la caída del imperio inca, el principio del fin de una civilización entera. Su ambición desmedida trajo consigo la guerra, la enfermedad y el sometimiento de millones de personas. La línea en la arena no solo separaba la pobreza de la riqueza, y la conquista que nació de ese gesto heroico provocó el colapso de uno de los mayores imperios de la historia.