La increíble historia de los 22 niños huérfanos que llevaron una vacuna en sus propios cuerpos para salvar al mundo

La expedición que partió del puerto de A Coruña en 1803 es considerada la primera misión humanitaria a escala global. Un grupo de niños anónimos se convirtió en el recipiente vivo de una esperanza que cruzaría el océano.

La historia de la primera vacuna que dio la vuelta al mundo no se escribió en laboratorios estériles ni se transportó en frascos de cristal, sino en la piel de 22 niños huérfanos. Su viaje es una de las epopeyas médicas más sobrecogedoras y olvidadas, una misión en la que estos pequeños se convirtieron en la primera cadena de frío humana de la historia para transportar un remedio que salvaría a millones. ¿Te imaginas una gesta de tal calibre?

Fue la respuesta desesperada de la Corona española a una plaga que no distinguía entre ricos y pobres. El remedio contra la viruela ya existía, pero su conservación era imposible en las largas travesías oceánicas de la época. Para que esa frágil esperanza llegara a América y Asia, la única solución fue inocular el suero de brazo a brazo entre los niños, manteniendo viva la llama de la inmunidad durante meses. Una proeza que hoy nos dejaría sin aliento.

UN MUNDO ATERRORIZADO POR EL «ÁNGEL DE LA MUERTE»

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Imaginen un tiempo no tan lejano en el que un virus implacable se llevaba por delante a casi un tercio de los infectados, dejando a los supervivientes marcados con cicatrices de por vida o ciegos. La viruela era una lotería macabra, un terror constante que diezmaba poblaciones enteras sin piedad. No había escapatoria ni una vacuna que pudiera frenarla, ya que la enfermedad era un azote global que causaba cientos de miles de muertes cada año, especialmente entre la población infantil.

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Fue a finales del siglo XVIII cuando un médico rural inglés, Edward Jenner, observó algo que lo cambiaría todo. Las ordeñadoras que contraían la viruela bovina, una versión mucho más leve, parecían inmunes a la mortal variante humana. Su audaz idea de usar el pus de las pústulas de las vacas para generar protección fue el germen de la primera vacuna. Aquella sencilla observación abrió la puerta a la inmunización y sentó las bases de la medicina moderna, ofreciendo al mundo la primera herramienta real para combatir una pandemia.

LA IDEA MÁS AUDAZ (Y DESESPERADA) DE LA HISTORIA DE LA MEDICINA

El rey Carlos IV de España, que había perdido a una hija por la viruela, quedó horrorizado por los estragos que la enfermedad causaba en los territorios de ultramar. Impulsó entonces la Real Expedición Filantrópica con un objetivo sin precedentes: llevar la recién descubierta vacuna a todos los rincones del imperio. El problema era logístico, ya que el suero extraído de las pústulas perdía su efectividad en apenas doce días, un tiempo insuficiente para cruzar el Atlántico en barco.

Aquí es donde entra en escena la figura del médico alicantino Francisco Javier Balmis, un hombre de visión y coraje. Propuso una solución tan genial como controvertida: usar a personas como portadores vivos. La idea consistía en llevar a un grupo de niños e ir inoculando la vacuna de uno a otro cada diez días. De esta forma, la cadena de transmisión brazo a brazo mantendría el pus vacuno activo durante toda la travesía, asegurando su llegada en perfecto estado al Nuevo Mundo.

LOS HÉROES MÁS PEQUEÑOS: VEINTIDÓS CORAZONES LATIENDO AL UNÍSONO

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Para llevar a cabo su plan, Balmis necesitaba «voluntarios» que no hubieran pasado la viruela ni hubieran sido vacunados. Los encontró en los orfanatos de Madrid, Santiago de Compostela y A Coruña. Veintidós niños, de entre tres y nueve años, fueron seleccionados para embarcarse en la corbeta María Pita. Su misión, aunque quizás no la entendieran del todo, era prestar su piel para transportar la vacuna, convirtiéndose en héroes anónimos. Fueron ellos, y no otros, quienes garantizaron con su salud la profilaxis para miles de personas al otro lado del mar.

A bordo también viajaba Isabel Zendal, la rectora del orfanato de A Coruña, considerada por la OMS como la primera enfermera de la historia en misión internacional. Ella fue la encargada de cuidar a los pequeños durante la travesía, una figura maternal que veló por su bienestar en condiciones muy duras. Su papel fue crucial, pues gracias a sus cuidados ninguno de los niños sufrió complicaciones graves y la cadena de inmunización nunca se rompió. Hoy, su nombre da título a un hospital en Madrid, un pequeño homenaje a su enorme labor.

LA CADENA HUMANA QUE CRUZÓ EL OCÉANO

El 30 de noviembre de 1803, la expedición zarpó. La travesía fue una carrera contrarreloj médica perfectamente coreografiada en alta mar. Cada nueve o diez días, Balmis tomaba una muestra de la pústula de un niño recién inoculado y la usaba para administrar la vacuna a otros dos compañeros. Era un delicado equilibrio para mantener la linfa siempre «fresca». Aquel ritual, repetido una y otra vez, aseguró que al menos dos niños tuvieran siempre pústulas activas y viables durante todo el viaje a través del Atlántico.

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Al llegar a América, el impacto fue inmediato. La expedición se dividió para cubrir más territorio, desde el Caribe hasta el Virreinato del Perú, y más tarde llegó hasta Filipinas y China. En cada puerto, creaban Juntas de Vacunación para enseñar a los médicos locales la técnica y asegurar la perpetuidad del remedio. Esta increíble odisea no solo transportó el antídoto, sino que estableció las primeras redes de salud pública del continente americano, dejando un sistema organizado para continuar con las campañas de vacunación.

EL LEGADO OLVIDADO QUE CAMBIÓ EL DESTINO DE MILLONES

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La expedición fue un éxito rotundo. Se calcula que vacunaron directamente a más de medio millón de personas, pero su verdadero logro fue dejar la infraestructura para que millones más pudieran ser inmunizados. El propio Jenner, creador de la vacuna, escribió a Balmis para alabar su hazaña: «No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más extenso que este». A pesar de ello, los nombres de los 22 niños portadores de la linfa se perdieron en el tiempo, un anonimato que contrasta con su gigantesca contribución.

Hoy, cuando la palabra vacuna vuelve a estar en boca de todos, recordar esta historia es un acto de justicia. Nos habla de un tiempo en que la ciencia, la audacia y un profundo sentido de la humanidad se unieron para superar un desafío que parecía insalvable. La historia de esos 22 pequeños héroes anónimos nos recuerda que, a veces, los mayores actos de generosidad vienen en los envases más pequeños, y que el sacrificio de unos pocos puede llevar la cura y la esperanza a un mundo entero.

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