El día que Franco engañó a Hitler comenzó, no en un despacho, sino en las entrañas de una mina gallega. Pocos saben que España, oficialmente neutral, libró una guerra silenciosa y sucia que fue clave para la victoria aliada. Lejos de las trincheras, entre montañas y aldeas olvidadas, el dictador movió los hilos de un mercado negro que desesperó al Tercer Reich, un pulso estratégico donde el arma más poderosa no era un tanque, sino un mineral oscuro y pesado. ¿!– /wp:paragraph –>
Aquella contienda secreta, conocida como la «Guerra del Wolframio», revela la astucia con la que Franco jugó a dos bandas para asegurar su propia supervivencia. Mientras la División Azul luchaba junto a los nazis en el frente ruso, las minas españolas se convirtieron en un nido de espías británicos y americanos. Aquella partida de ajedrez geopolítico demostró que el Caudillo supo vender su neutralidad al mejor postor, una maniobra que no solo llenó las arcas del régimen, sino que privó a la maquinaria de guerra nazi de su componente más vital.
EL METAL QUE PODÍA GANAR UNA GUERRA
El wolframio, o tungsteno, era el ingrediente mágico que convertía el acero común en un blindaje casi indestructible. Su altísimo punto de fusión lo hacía indispensable para fabricar cañones, proyectiles perforantes y las herramientas que producían los motores de los cazas Messerschmitt y los tanques Panzer. Sin él, la Blitzkrieg se habría detenido en seco, por eso el régimen nazi consideraba el suministro de wolframio español una prioridad absoluta, una cuestión de vida o muerte para sus aspiraciones de dominar el continente europeo.
La geografía quiso que los mayores yacimientos de Europa estuvieran en España y Portugal, especialmente en Galicia, Zamora y Salamanca. De la noche a la mañana, estas tierras pobres y olvidadas se transformaron en un hervidero de contrabandistas, espías y mineros improvisados. La fiebre del wolframio era tan intensa que los campesinos abandonaban sus cultivos porque Franco permitía que una sola jornada extrayendo el «oro negro» les diera para vivir durante meses, generando una burbuja económica sin precedentes en plena autarquía.
HITLER TOCA A LA PUERTA: UNA OFERTA IRRESISTIBLE
En los primeros compases de la guerra, con el Eje avanzando imparable, Hitler presionó a España para que garantizara el flujo constante de wolframio hacia sus fábricas. A cambio, ofrecía armas, bienes manufacturados y, sobre todo, el reconocimiento internacional que el nuevo régimen anhelaba. La petición era, en realidad, una orden velada, y Franco accedió inicialmente, consciente de que el Generalísimo debía gran parte de su victoria en la Guerra Civil al apoyo militar alemán, una deuda que Berlín no dudaría en cobrar.
Para un país devastado y aislado, aquel pacto comercial era una bocanada de aire fresco. Las exportaciones de wolframio se convirtieron en una de las principales fuentes de divisas del Estado, permitiendo al gobierno importar alimentos, combustible y la tecnología necesaria para empezar a levantar la nación. En aquel momento, Franco no dudó en alinear sus intereses con los de Hitler, ya que el gobierno español vio en la venta del mineral una oportunidad única para estabilizar su economía y fortalecer su posición en un mundo en llamas.
LA DANZA DE LOS ESPÍAS EN PLENA SIERRA MORENA
Cuando el MI6 británico y la OSS estadounidense descubrieron la importancia vital del wolframio, activaron una de las operaciones encubiertas más audaces de la guerra. Su misión no era robarlo, sino todo lo contrario: comprarlo a cualquier precio. Inundaron las zonas mineras con agentes que se hacían pasar por empresarios y diplomáticos, creando empresas tapadera cuya única función era disparar el precio del wolframio para que fuera inalcanzable para los alemanes, una estrategia de guerra económica pura y dura que puso a Franco en una posición increíblemente ventajosa.
Aquello desató una guerra sucia en la que todo valía. El «estraperlo» se convirtió en el modo de vida de miles de personas, con redes de contrabando que transportaban el mineral a través de las montañas para evitar los controles de la Guardia Civil, a menudo cómplice. Las aldeas se llenaron de dinero, pero también de violencia, ajustes de cuentas y asesinatos, ya que el jefe del Estado permitía que agentes de la Gestapo y espías aliados se enfrentaran en suelo español, convirtiendo la neutralidad en un campo de batalla clandestino.
¿CÓMO JUGAR A DOS BANDAS SIN QUE TE PILLEN?
Con la balanza del conflicto inclinándose a favor de los Aliados tras batallas clave como Stalingrado o el desembarco de Normandía, Washington y Londres endurecieron su postura. Exigieron a España el cese inmediato de las ventas de wolframio a Alemania bajo la amenaza de un bloqueo económico total y, lo que era peor, una posible invasión. Fue entonces cuando Franco demostró su habilidad para la supervivencia política, prometiendo a ambos bandos lo que querían oír, mientras su gobierno seguía vendiendo el mineral en secreto a los nazis a través de Portugal.
El juego era peligrosísimo. Un paso en falso podía significar el fin de su régimen, ya fuera por una intervención aliada o por una represalia de un Hitler cada vez más desesperado. El embajador británico, Sir Samuel Hoare, llegó a describir las negociaciones como un «baile demente», pero Franco sabía que el tiempo corría a su favor. Cada tonelada que retrasaba o desviaba era un clavo más en el ataúd del Tercer Reich, y el dictador prolongó la ambigüedad tanto como pudo para maximizar sus beneficios y asegurar su futuro en la Europa de la posguerra.
EL GOLPE MAESTRO QUE CAMBIÓ EL CURSO DE LA HISTORIA
A principios de 1944, con las tropas aliadas a las puertas de París, la paciencia de Roosevelt y Churchill se agotó. Lanzaron un ultimátum definitivo: o España cortaba por completo el suministro de wolframio a Alemania, o se enfrentaría a un embargo de petróleo que paralizaría el país. En ese instante, Franco supo que la partida había terminado. Ejecutó su movimiento final, decretando la prohibición total de las exportaciones y dejando a la industria bélica de Hitler sin su material más preciado, un golpe del que ya no podría recuperarse.
La decisión fue presentada como un gesto de soberanía, pero en realidad fue una rendición calculada. La falta de wolframio colapsó la producción de armamento alemán en los meses cruciales previos al final de la guerra, acelerando su derrota. Al final, el día que Franco engañó a Hitler no fue un solo día, sino un largo y tenso periodo en el que jugó con el destino de millones. Aquella guerra silenciosa, librada en las minas, permitió que el régimen franquista se blanqueara ante los vencedores y sobreviviera a la caída de sus antiguos aliados fascistas, una lección de pragmatismo brutal que la historia a menudo prefiere olvidar.