El humor de Cruz y Raya fue durante años el termómetro social de un país entero, especialmente en Nochevieja. Su capacidad para ofender a media España mientras la otra media lloraba de la risa no era casualidad, sino el resultado de un talento único para la imitación y la sátira. Antes de las uvas, se convirtieron en una cita ineludible que dividía al país en dos bandos irreconciliables, el de los ofendidos y el de los devotos, sin que existiera un punto intermedio.
¿Pero cuál era el secreto de su impacto? Aquellos especiales eran mucho más que una sucesión de chistes; eran un espejo deformado y genial de la actualidad. Los humoristas madrileños sabían perfectamente qué botones tocar para generar una reacción masiva. Al imitar a los famosos más intocables del momento, su capacidad para parodiar a personajes poderosos tocaba fibras sensibles y generaba un debate nacional instantáneo, convirtiendo el salón de casa en un improvisado plató de televisión.
EL ESPECIAL DE NOCHEVIEJA: MÁS QUE UN PROGRAMA, UN EVENTO NACIONAL
Hablar de la Nochevieja en los noventa y principios de los dos mil es hablar de la espera por ver con qué nos sorprenderían Juan Muñoz y José Mota. Era una tradición no escrita, un ritual familiar que paralizaba el país. Mientras en la cocina se ultimaban los preparativos de la cena, la expectación por el especial de Cruz y Raya era comparable a la de una final de fútbol, con millones de personas preguntándose a quién le tocaría ese año recibir su dosis de parodia televisiva.
Aquella cita anual trascendía la simple comedia para convertirse en un fenómeno sociológico. No importaba la edad o la ideología; todo el mundo tenía una opinión sobre lo que acababa de ver. En una época sin redes sociales que amplificaran el ruido, el programa de Cruz y Raya lograba sentar juntas a varias generaciones frente al televisor, provocando desde carcajadas hasta silencios incómodos en la misma mesa. Era el tema de conversación asegurado para el día de Año Nuevo.
¿QUIÉN DIJO MIEDO? LA IMITACIÓN SIN FILTROS
El verdadero motor de su éxito y, a la vez, de su controversia, era su absoluta falta de complejos a la hora de imitar. Cruz y Raya no se conformaban con un simple disfraz o una voz impostada; buscaban el alma del personaje, exagerando sus manías hasta convertirlas en una caricatura inolvidable. Para ellos, nadie era intocable, y la clave de su éxito y de la polémica residía en que no tenían líneas rojas a la hora de parodiar, lo que los hacía tan geniales como peligrosos.
Esta audacia les permitió crear un universo de personajes que ya son parte de la cultura popular española. Desde políticos de primer nivel hasta presentadores de televisión o folclóricas, todos eran susceptibles de pasar por su filtro. El público esperaba con morbo ver quién sería la próxima «víctima» de su ingenio. Mientras otros cómicos medían sus palabras, su humor irreverente no perdonaba a nadie, desde la monarquía hasta las mayores estrellas de la canción, y esa valentía era precisamente lo que les hacía únicos.
ENCARNA SÁNCHEZ: LA PARODIA QUE ROMPIÓ EL MOLDE
Si hay una imitación que define la valentía de Cruz y Raya, es sin duda la de Encarna Sánchez. En un tiempo en el que la locutora era una de las figuras más poderosas e influyentes de la comunicación en España, parodiarla con tanta acidez era un movimiento de altísimo riesgo. La retrataron con sus famosas empanadillas de Móstoles y su peculiar forma de hablar. Atreverse a tanto, meterse con Encarna Sánchez en los noventa era un acto de valentía o de pura inconsciencia, y ellos lo hicieron sin pestañear.
La reacción no se hizo esperar, y la polémica fue mayúscula. La propia Encarna, ofendida, amenazó con demandas que podrían haber acabado con la carrera del dúo. Sin embargo, el efecto fue el contrario: el público se puso de su lado y su popularidad se disparó. La controversia les dio una aureola de rebeldes. Al final, aquella polémica parodia les costó amenazas de demandas millonarias pero los catapultó a la fama absoluta, consolidando a Cruz y Raya como los humoristas más atrevidos del país.
LA FÓRMULA DEL ÉXITO: COSTUMBRISMO, ABSURDO Y UNA PIZCA DE MALA LECHE
Reducir el fenómeno Cruz y Raya a sus imitaciones sería injusto. Su humor también se nutría de personajes originales que conectaban con la España más profunda y cotidiana, desde la Blasa y sus reflexiones rurales hasta el moroso Canduterio. Eran arquetipos de bar, de pueblo, de barrio. Por eso, el humor de la calle que destilaban sus personajes conectaba directamente con la España de la gente corriente, que se veía reflejada en esas situaciones tan familiares como disparatadas.
Esa mezcla de costumbrismo y surrealismo era su gran acierto. Sabían combinar la crítica social más sutil con el disparate más absoluto, creando un estilo inconfundible. Sus sketches eran capaces de empezar con una situación mundana y acabar en un delirio cómico. A través de la risa, su particular visión de la sociedad mezclaba lo absurdo con una crítica social que muchos entendían perfectamente, demostrando que para hacer pensar no siempre es necesaria la seriedad que ofrecía la televisión.
¿VOLVERÍAMOS A REÍRNOS HOY CON ELLOS?
Inevitablemente, surge la pregunta de si el humor de Cruz y Raya tendría cabida en la sociedad actual, mucho más sensible a ciertos temas y con la vigilancia constante de las redes sociales. Muchas de sus parodias, que entonces eran aplaudidas por su osadía, hoy serían analizadas con lupa y, probablemente, criticadas ferozmente por una parte del público. Por ello, el debate sobre los límites del humor hace que nos preguntemos si su estilo sería aceptado hoy en día, o si serían víctimas de la llamada cultura de la cancelación.
Quizás la respuesta no importe tanto como el legado que dejaron. Cruz y Raya fueron la banda sonora de una época en la que la televisión todavía tenía el poder de unirnos, aunque fuera para discutir. Nos enseñaron que la risa podía ser una herramienta increíblemente poderosa para señalar las costuras del poder y las absurdidades de la fama. Al final, más allá de la polémica, aquel fenómeno televisivo forma parte de la memoria sentimental de un país que aprendió a reírse de sí mismo, y eso, tal vez, es algo que nunca deberíamos olvidar.