La guerra que España y Portugal libraron por unas naranjas (y que duró 18 días)

Un conflicto armado que duró menos que unas vacaciones de verano. El gesto romántico que dio nombre a una guerra olvidada.

La historia de España está llena de episodios sorprendentes, pero pocos tan curiosos como la guerra que libramos contra Portugal por unas naranjas. Suena a ficción, a una anécdota exagerada, pero es tan real como el Tratado de Badajoz que le puso fin. Fue un conflicto relámpago, una guerra de apenas 18 días que alteró para siempre la relación entre las dos naciones ibéricas y que tuvo como protagonista inesperado un simple cesto de fruta. ¿Cómo es posible que algo así sucediera?

Detrás de esta contienda fugaz se esconde la sombra de un gigante: Napoleón Bonaparte. Fue su ambición desmedida la que empujó a la monarquía española a una situación límite, donde Manuel Godoy, el hombre fuerte del reino, vio la oportunidad de cubrirse de gloria militar y, de paso, enviar un mensaje muy personal a la reina María Luisa de Parma. Aquellas naranjas, recogidas en pleno campo de batalla, se convirtieron en el símbolo de una victoria tan rápida como amarga, cuyo eco resuena todavía hoy.

EL CAPRICHO DE UN EMPERADOR QUE CAMBIÓ LA PENÍNSULA

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A principios del siglo XIX, Napoleón Bonaparte estaba obsesionado con doblegar a su gran enemigo, Gran Bretaña. Su plan era imponer un bloqueo continental que ahogara la economía británica, y para ello necesitaba que todos los puertos europeos cerraran sus puertas a los barcos ingleses. Sin embargo, había una pieza que no encajaba en su puzle: Portugal, un aliado histórico de los británicos que se negaba a acatar sus órdenes, lo que llevó a Napoleón a presionar a su aliada, España, para que forzara la situación en el territorio peninsular.

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Portugal se encontraba en una encrucijada imposible. Ceder a las exigencias de Napoleón significaba traicionar a su socio comercial más poderoso y arriesgarse a una invasión de su flota por parte de los ingleses. Mantener su alianza con Gran Bretaña, por otro lado, suponía un desafío directo al hombre más poderoso de Europa y una casi segura invasión por parte de su vecina, España. Al final, la lealtad portuguesa a los británicos prevaleció, firmando así su sentencia y dando comienzo a una de las guerras más breves de la historia.

GODOY, UN GENERAL IMPROVISADO CON PRISA POR GANAR

Manuel Godoy, el valido del rey Carlos IV, vio en la orden de Napoleón una oportunidad de oro. No era un militar de carrera, pero anhelaba el prestigio y el reconocimiento que solo una victoria en el campo de batalla podía otorgarle. Se puso al frente de un ejército considerable con el objetivo de llevar a cabo una campaña rápida y efectiva. La invasión de Portugal por parte de España fue fulminante, un avance militar tan veloz que apenas encontró resistencia por parte de las tropas lusas, sorprendidas por la contundencia de la ofensiva.

El ejército español, con Godoy a la cabeza, cruzó la frontera el 20 de mayo de 1801 y en pocos días fue conquistando plazas clave como Olivenza, Jurumeña o Arronches. La desproporción de fuerzas era evidente, y el avance de las tropas al servicio de la corona española parecía imparable. La campaña fue un paseo militar diseñado para impresionar tanto a Napoleón como a la propia corte en Madrid, donde Godoy necesitaba consolidar su poder frente a sus numerosos enemigos políticos, demostrando que era mucho más que un simple favorito del rey.

¿POR QUÉ SE CONOCE COMO LA GUERRA DE LAS NARANJAS?

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Durante el asedio a la ciudad de Elvas, en el Alentejo portugués, Manuel Godoy se detuvo junto a unos naranjos. En un acto que mezcla la arrogancia del vencedor y el cortejo de un amante, recogió un ramo de naranjas y se lo envió a la reina María Luisa de Parma a Madrid, con quien mantenía una relación muy especial. Este gesto, aparentemente trivial, fue tan sonado en la corte que acabó por bautizar popularmente a todo el conflicto, pasando a la historia de España de una forma mucho más amable que la propia guerra.

Aquel envío era mucho más que un simple regalo. Simbolizaba la facilidad de la conquista, la dulzura de una victoria conseguida sin apenas esfuerzo. Para la reina de España, representaba el triunfo de su protegido, un mensaje de que la campaña era un éxito rotundo. Para Godoy, era la escenificación perfecta de su poder, capaz de detenerse en mitad de una invasión para un detalle romántico. Las naranjas se convirtieron así en el trofeo de una guerra que, en realidad, servía a intereses que iban mucho más allá de la monarquía española.

LAS CONSECUENCIAS DE UNA VICTORIA AMARGA

La guerra terminó oficialmente el 6 de junio de 1801 con la firma del Tratado de Badajoz. A pesar de su corta duración, las consecuencias fueron muy relevantes. Portugal se comprometía a cerrar sus puertos a los barcos británicos y a pagar una indemnización. Pero la cláusula más duradera fue la territorial: Portugal cedía para siempre la plaza de Olivenza a España, un cambio en el mapa que, más de dos siglos después, sigue siendo un asunto sensible entre ambos países y un punto de no retorno en su historia compartida.

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Sin embargo, a Napoleón esta victoria le supo a poco. El tratado no era tan duro como él esperaba y sospechaba que España y Portugal habían llegado a un acuerdo demasiado benévolo a sus espaldas. El emperador francés no quedó satisfecho y consideró que el acuerdo era una traición a sus intereses. Aquella «Guerra de las Naranjas» fue solo el preludio, la primera ficha de un dominó que acabaría con la invasión francesa de la península ibérica y el inicio de la sangrienta Guerra de la Independencia, un conflicto mucho más largo y devastador.

OLIVENZA, LA HERENCIA VIVA DE AQUELLOS 18 DÍAS

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Hoy, Olivenza es una ciudad pacense con un encanto único, un lugar donde la cultura española y la portuguesa se entrelazan en sus calles, su arquitectura y sus gentes. Aunque administrativamente pertenece a España desde 1801, Portugal nunca ha renunciado formalmente a su soberanía sobre el territorio, considerándolo una ocupación. Esta disputa diplomática latente convierte a Olivenza en un símbolo de las complejas relaciones históricas entre los dos países, un eco permanente de aquella guerra de 18 días.

Así, lo que empezó como una exigencia de Napoleón y se adornó con un gesto romántico de Godoy, terminó dejando una huella imborrable en la frontera. La historia de la «Guerra de las Naranjas» nos recuerda que incluso los conflictos más cortos pueden tener consecuencias muy largas. Un capítulo casi olvidado de la historia ibérica que demuestra cómo un emperador ambicioso, un político audaz y un ramo de naranjas pudieron cambiar el destino de España, un fascinante recordatorio de que los grandes giros históricos a menudo se esconden en los detalles más insospechados.

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