El reciente proceso de paz iniciado en Gaza, tras más de un año de devastación ininterrumpida, ha traído consigo algo más que un alivio humanitario y diplomático: ha puesto al descubierto las tibiezas, omisiones e incluso complicidades de sectores de la derecha española, en particular de figuras destacadas del panorama político madrileño y catalán.
Cuando el mundo ha presenciado con horror el asesinato de más de 65.000 personas, en su mayoría civiles palestinos, muchas voces que debieron alzarse con firmeza optaron por el silencio, la ambigüedad o, peor aún, por el negacionismo más crudo.
Ahora, con el alto el fuego consolidado y la presión internacional reconociendo abiertamente que las acciones del gobierno de Israel constituyeron crímenes de guerra, e incluso, como afirman ya varias organizaciones de derechos humanos, actos de genocidio, algunas figuras del PP, como José Luis Martínez-Almeida o Alberto Núñez Feijóo, se han visto obligadas a torcer el gesto tras unas dudas iniciales y reconocer, al menos parcialmente, el sufrimiento humano que habían ignorado durante meses.
Pero ese reconocimiento tardío no alcanza para limpiar la omisión política de un conflicto que ha conmovido al mundo entero.
AYUSO, ABASCAL Y ORRIOLS: EL TRÍO DEL SILENCIO
Frente a esta tímida rectificación, otras figuras clave del espectro derechista han mantenido una postura de férreo silencio o de apoyo directo a la narrativa israelí, incluso en sus formas más extremas.
Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, no ha dedicado ni sola palabra a las decenas de miles de civiles palestinos asesinados, muchos de ellos mujeres y niños, y sí sacó tiempo para fotografiarse con el equipo ciclista de Israel.

En una serie de declaraciones durante los meses más duros del conflicto, Ayuso llegó incluso a acusar de antisemitismo a quienes criticaban los bombardeos israelíes. Con esta maniobra política pretendía clausurar el debate con la coartada del victimismo histórico, pero que, a la luz de los informes internacionales y las imágenes devastadoras de hospitales, escuelas y campos de refugiados arrasados, ha quedado como una actitud cínica e irresponsable.
Más predecible, aunque no menos alarmante, ha sido la postura del ultraderechista Santiago Abascal. El líder de Vox no solo ha evitado condenar las acciones del gobierno israelí, sino que ha reforzado su discurso islamófobo al identificar el conflicto exclusivamente como una lucha contra el «terrorismo islámico.
Esta simplificación maniquea ha servido como excusa para no condenar la violencia masiva contra la población palestina. Por su parte, Sílvia Orriols, la alcaldesa de Ripoll y líder de la ultraderechista Aliança Catalana, ha seguido una estrategia parecida a la de Abascal: criminalización de los refugiados palestinos, promoción de teorías de conspiración y una defensa implícita del genocidio bajo el argumento del «derecho a la seguridad» de Israel.
Su discurso ha encontrado eco en sectores ultras de Cataluña, pero ha sido ampliamente criticado por organizaciones de derechos humanos y colectivos antirracistas.
EL CASO RAHOLA
Mención aparte merece el papel de Pilar Rahola, exdiputada y figura mediática históricamente vinculada al apoyo a Israel. Lo que en otros tiempos fue una defensa basada en afinidades ideológicas o culturales, se ha transformado durante esta guerra en un negacionismo abiertamente insostenible.
Rahola ha negado repetidamente la existencia de crímenes de guerra por parte del ejército israelí, ha acusado a los medios internacionales de manipulación y ha despreciado los informes de Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU.
Su postura ha sido reprobada incluso por antiguos aliados, que han señalado el peligro de justificar una masacre con argumentos políticos o religiosos. Lo que comenzó como un posicionamiento polémico ha terminado con Rahola aferrada a una narrativa que se ha caído por su propio peso.
EL COSTE
La guerra en Gaza ha supuesto una prueba moral para la política internacional, pero también para la nacional. El coste político del silencio, o de la complicidad activa, aún está por medirse, pero es evidente que hay heridas que no se cerrarán fácilmente.
En una España donde la ciudadanía ha salido a las calles en repetidas ocasiones a pedir el fin del genocidio, la tibieza de las derechas no ha pasado desapercibida pese a que distintos sondeos revelan el hartazgo de la mayoría de su base social contra la postura de Israel.
Más allá de la política exterior, esta actitud revela también una fractura moral interna: una derecha incapaz de aplicar los principios de los derechos humanos cuando las víctimas no son europeas o alineadas con el bloque que comandan los Estados Unidos.