Pocos imaginan que el Fary guardaba un secreto amargo sobre su mayor éxito, una espina clavada en el corazón de su carrera que solo ahora, con la perspectiva del tiempo, comprendemos en su total y dolorosa dimensión. Aquella melodía festiva que resonó en cada verbena y gasolinera de España era, para su creador, una fuente de frustración constante, ya que el artista sentía que ‘Torito Bravo’ no representaba su verdadera esencia musical y desvirtuaba por completo su faceta más coplera y profunda, esa que había cultivado con esmero desde sus humildes inicios.
¿Pero cómo una canción que desató una euforia colectiva sin precedentes pudo generar tanto rechazo en su propio padre musical? La respuesta se esconde en un laberinto de presiones discográficas, anhelos artísticos frustrados y la incomprensión de un público que abrazó la anécdota por encima de la obra. Para entender este drama personal, hay que viajar al corazón de la industria musical de los ochenta, una época en la que José Luis Cantero siempre defendió un repertorio más puro y tradicional, un cancionero arraigado en la copla y el sentir popular que quedó trágicamente eclipsado por la arrolladora e inesperada popularidad de un tema que él consideraba menor.
¿UN ÉXITO NACIDO DEL RECHAZO?
¿Pero cómo una canción que desató una euforia colectiva sin precedentes pudo generar tanto rechazo en su propio padre musical? La respuesta se esconde en un laberinto de presiones discográficas, anhelos artísticos frustrados y la incomprensión de un público que abrazó la anécdota por encima de la obra.
Para entender este drama personal, hay que viajar al corazón de la industria musical de los ochenta, una época en la que José Luis Cantero siempre defendió un repertorio más puro y tradicional, un cancionero arraigado en la copla y el sentir popular que quedó trágicamente eclipsado por la arrolladora e inesperada popularidad de un tema que él consideraba menor. La historia de ‘Torito Bravo’ es, en realidad, la crónica de un éxito agridulce.
Todo comenzó de una forma casi anecdótica, en un estudio de grabación donde las ideas fluían sin un rumbo fijo, entre guitarras, cafés y la urgencia de completar un nuevo álbum que consolidara su carrera. Allí surgió una melodía simple y directa, un estribillo casi infantil que nació sin mayores pretensiones, como un divertimento para rellenar el disco. Aquella composición fue una de esas que el carismático Cantero creó casi por encargo y sin ponerle demasiado corazón, pensando que pasaría sin pena ni gloria, sepultada entre otras canciones en las que sí había volcado su alma y su talento.
LA DISCOGRÁFICA IMPUSO SU LEY
Nadie, ni él mismo, anticipó la bomba de relojería que tenían entre manos mientras grababan aquella maqueta con desgana y cierto escepticismo profesional. El propio Fary la consideró una canción menor desde el primer instante en que la escuchó terminada, un producto de baja estofa que no merecía un lugar destacado. Su instinto de artista de raza, forjado en mil tablaos y escenarios, le decía que aquella letra infantil y repetitiva no estaba a la altura de su voz ni de las coplas y pasodobles que él veneraba, composiciones complejas y llenas de sentimiento. Para él, era poco más que una broma, una concesión comercial que jamás debió salir de las cuatro paredes del estudio de grabación.
Sin embargo, los directivos de la compañía discográfica tuvieron una visión completamente diferente, una intuición puramente comercial que chocó frontalmente con la sensibilidad artística del cantante de Usera. En cuanto escucharon los primeros compases de ‘Torito Bravo’, sus ojos se iluminaron con el brillo del éxito inminente. Ellos oyeron el potencial de un hit inmediato, pues vieron en su estribillo pegadizo un filón seguro para las fiestas populares y las radiofórmulas de todo el país, ignorando por completo las objeciones y el desdén del intérprete. Para ellos no había debate: aquella canción era un cheque al portador, un producto destinado a venderse masivamente y a catapultar al artista a un nuevo nivel de fama.
MIENTRAS ESPAÑA LO BAILABA, ÉL LO ABORRECÍA
Lo que siguió fue un pulso tenso, una batalla silenciosa pero encarnizada entre el creador y la maquinaria de la industria musical. El Fary se resistió con todas sus fuerzas a que ‘Torito Bravo’ fuese lanzada como el sencillo principal de su nuevo trabajo discográfico, argumentando que manchaba su imagen y traicionaba a su público más fiel. Sin embargo, sus quejas cayeron en saco roto, porque fue presionado hasta el límite para que aceptara una estrategia de marketing que él consideraba una humillación a su carrera. La discográfica fue inflexible y finalmente impuso su criterio, tomando una decisión que cambiaría para siempre la vida y la percepción pública del pequeño gigante de la canción española.
El estallido fue inmediato y de una magnitud que nadie, ni siquiera los más optimistas ejecutivos de la discográfica, había podido prever. ‘Torito Bravo’ no solo se convirtió en la canción del verano, sino en un fenómeno sociológico que trascendió lo puramente musical. Sonaba en todas partes: en las bodas, en los bautizos, en las discotecas de moda y en las verbenas de pueblo.
El Fary vio con asombro cómo su rostro y su voz se convirtieron en el epicentro de un huracán mediático que lo elevó a la categoría de ídolo de masas, una figura omnipresente en la cultura popular española. Los niños la cantaban, los abuelos la tarareaban y no había fiesta que no culminara con el grito unánime de «¡ese torito guapo!».
LA SOMBRA DEL TORITO: ¿UNA BENDICIÓN O UNA MALDICIÓN?
El éxito arrollador de ‘Torito Bravo’ tuvo una consecuencia devastadora para la carrera del artista madrileño, un efecto secundario que él lamentó hasta el final de sus días. La canción se hizo tan inmensa, tan icónica, que proyectó una sombra gigantesca sobre el resto de su obra. De repente, para el gran público, el Fary era única y exclusivamente «el de la mandanga» y «el del torito». Sus baladas más sentidas, sus coplas desgarradoras y sus rumbas llenas de sentimiento quedaron relegadas a un segundo plano, ya que el público solo demandaba la faceta más festiva y superficial del cantante, ignorando la profundidad y la calidad de su vasto repertorio.
Esta simplificación de su figura artística le dolió profundamente, pues él se consideraba, ante todo, un coplero, un heredero de la tradición de Manolo Caracol o Rafael Farina. Anhelaba ser reconocido por su capacidad para transmitir emociones, por su quejío y su dominio del escenario, pero el fenómeno ‘Torito Bravo’ lo encasilló en un personaje casi paródico del que le fue imposible escapar. El Fary luchó incansablemente por demostrar que era mucho más que un estribillo pegadizo, pero la etiqueta del éxito masivo se adhirió a él como una segunda piel, definiendo su legado de una manera que él nunca hubiera elegido y que, en el fondo, siempre consideró injusta.
EL LEGADO INESPERADO DE UN HIMNO A SU PESAR
Con el paso de los años, el propio Fary intentó reconciliarse con su creación más famosa, aunque nunca llegó a amarla. En sus últimas entrevistas, hablaba de ella con una mezcla de resignación, ironía y un punto de orgullo por el impacto cultural que había logrado, aunque siempre dejaba claro que su corazón estaba en otras canciones. Comprendió que ‘Torito Bravo’ se había convertido en algo más grande que él mismo, un pedazo de la memoria sentimental de España. El Fary acabó aceptando que la canción se había independizado de su voluntad para formar parte del imaginario colectivo, un fenómeno que ningún artista puede controlar una vez que su obra sale al mundo.
El Fary se fue, pero su torito sigue más vivo que nunca, desafiando el paso del tiempo y las modas. Quizás la mayor lección que nos dejó el pequeño gigante de la canción fue que, a veces, las obras más grandes son aquellas que se rebelan contra su propio autor, emprendiendo un viaje inesperado y escribiendo su propia leyenda. El legado del Fary es, en definitiva, la prueba de que el arte tiene sus propias y misteriosas razones que la razón del artista no siempre entiende.