La Expo ’92 transformó Sevilla en el epicentro mundial durante seis meses inolvidables, atrayendo a más de cuarenta millones de visitantes que recorrieron los pabellones de la Isla de la Cartuja. Entre todos los símbolos de aquel evento histórico, ninguno caló tanto en el corazón de los sevillanos como Curro, el simpático pájaro de cresta multicolor y patas de elefante que representaba los colores del arcoíris. Su diseño, obra del ilustrador alemán Heinz Edelmann, conquistó a grandes y pequeños durante la muestra universal, convirtiéndose en el embajador perfecto de una ciudad que se abría al mundo con optimismo y modernidad. Las colas para fotografiarse con la mascota oficial se extendían durante horas bajo el intenso calor andaluz.
La clausura de la Exposición Universal el 12 de octubre de 1992 marcó el inicio de una era de incertidumbre para los miles de elementos que habían dado vida al recinto. Pabellones, estructuras, mobiliario urbano y cientos de balancines con la forma de Curro quedaron dispersos por la isla, esperando un destino que muchos jamás encontraron. Mientras algunos países desmontaban sus construcciones para trasladarlas a sus territorios, otros elementos quedaron abandonados a su suerte. Los balancines infantiles, que durante meses habían entretenido a miles de niños por cien pesetas, pasaron de ser atracciones codiciadas a piezas olvidadas de un sueño que se desvanecía con rapidez.
EL CEMENTERIO DONDE DESCANSAN LOS CURROS
Cuatro años después del cierre de la Expo ’92, un empresario sevillano llamado Francisco Ríos participó en las subastas de desmontaje de los pabellones y adquirió cientos de piezas históricas del evento. Entre monolitos con el logotipo oficial, paneles informativos, coches de golf y botellas gigantes de Coca-Cola, Ríos consiguió hacerse con aproximadamente cuatrocientos balancines de Curro que yacían dispersos por el recinto. Su empresa, Romano Antigüedades, ubicada en Alcalá de Guadaíra junto a la autovía que conduce a Utrera, se convirtió en el refugio definitivo de estas figuras que simbolizaron la ilusión de toda una generación. El lugar, conocido popularmente como el cementerio de los Curros, alberga actualmente unos setenta ejemplares que resisten el paso del tiempo al aire libre.
Las figuras permanecen repartidas por el enorme terreno de Romano Antigüedades, expuestas a la intemperie como fantasmas coloridos de un pasado glorioso. Cada balancín conserva la sonrisa característica de la mascota, aunque los años han erosionado la pintura y desgastado los mecanismos que permitían el movimiento oscilante. Los visitantes pueden adquirir uno de estos Curros por el módico precio de cuatrocientos cincuenta euros con el balancín completo, o trescientos euros únicamente la figura del pájaro. Para muchos sevillanos, encontrar estas reliquias acumuladas en un almacén privado resulta un descubrimiento agridulce que evoca nostalgia y melancolía por igual.
LOS OPERARIOS QUE DIERON VIDA A CURRO
Detrás del disfraz de casi tres metros de altura que recorría diariamente las avenidas de la Cartuja, cinco jóvenes trabajadores asumieron la ardua tarea de encarnar a la mascota más famosa de España. Candela, Mamen, Lucía, Ángel Ramos y Pilar formaron el equipo selecto que, bajo la dirección de Isidro Cubero, dio vida a Curro durante los ciento setenta y seis días que duró la exposición. El traje, repleto de ventiladores en su interior para mantenerlo inflado, requería de personas jóvenes y resistentes capaces de soportar temperaturas extremas. Los ojos del actor se situaban a la altura de la boca de la mascota, observando el mundo exterior a través de una tela similar a un velo que dificultaba enormemente la visión.
Las condiciones laborales dentro del disfraz rozaban lo extremo, especialmente durante las jornadas estivales cuando el termómetro superaba los cuarenta grados centígrados. Cada sesión dentro del traje duraba escasos diez o quince minutos en verano, aunque en primavera y otoño podían extenderse algo más. Al finalizar cada turno, los intérpretes emergían empapados en sudor, colorados y exhaustos tras mantener la ilusión de miles de visitantes. Realizaban entre cuatro y seis sesiones diarias, alternándose para garantizar que solo existiese un Curro visible en todo el recinto. Los trabajadores cobraban aproximadamente doscientas mil pesetas limpias mensuales como autónomos, un salario considerable para la época que compensaba las duras condiciones físicas del empleo.
LA CONFESIÓN DE LOS TRABAJADORES DEL ALMACÉN
Francisco Ríos, propietario de Romano Antigüedades y también conocido como Curro entre sus allegados, ha revelado en diversas entrevistas los pormenores de cómo los balancines terminaron bajo su custodia. Durante las subastas posteriores al desmantelamiento de la Expo ’92, numerosas empresas pujaron por elementos decorativos y estructurales del recinto, pero pocos mostraron interés genuino por conservar las mascotas que habían alegrado a millones de niños. Ríos comprendió el valor sentimental de aquellas figuras y decidió salvarlas del olvido total. Según sus testimonios, de los cuatrocientos Curros que adquirió originalmente en subasta, ha vendido o donado más de trescientos a lo largo de tres décadas, quedando actualmente algo menos de un centenar bajo su cuidado.
Los empleados de Romano Antigüedades confirman que, aunque las figuras permanecen expuestas al público en el terreno exterior, raramente alguien manifiesta interés real en comprarlas. Funcionan más como museo nostálgico que como negocio rentable, atrayendo ocasionalmente a curiosos y coleccionistas que desean revivir los recuerdos de 1992. Los trabajadores relatan anécdotas de visitantes emocionados hasta las lágrimas al contemplar las mascotas, recordando cuando de niños se balanceaban sobre ellas durante la Exposición Universal. La decisión de mantener los Curros al aire libre, expuestos a la lluvia y al sol andaluz, ha generado controversia entre quienes consideran que deberían recibir protección museística adecuada.
EL LEGADO OLVIDADO DE LA EXPO ’92
La Exposición Universal de Sevilla representó un antes y un después para la capital andaluza, pero también dejó numerosas heridas urbanísticas y económicas que tardaron décadas en cicatrizar. Mientras algunos pabellones encontraron nuevos usos como sedes universitarias, centros tecnológicos o espacios culturales, otros fueron demolidos o permanecen abandonados en estado ruinoso. El caso de los Curros ejemplifica perfectamente el destino de muchos elementos secundarios de la muestra: olvidados por las instituciones públicas, sobreviven gracias al interés privado de empresarios nostálgicos que comprenden su valor simbólico. La falta de un plan integral de conservación del patrimonio inmaterial de la Expo ’92 ha provocado que piezas históricas se dispersen o desaparezcan sin documentación adecuada.
Ángel Ramos, uno de los actores que encarnó a Curro, recuerda con emoción cómo veinticinco años después de la clausura, la mascota seguía despertando fervor popular. Durante el aniversario, Curro realizó saques de honor en los estadios del Sevilla y del Betis, provocando la ovación unánime de cincuenta mil espectadores en cada recinto. Esta respuesta emocional demuestra que, aunque las figuras físicas languidezcan en un almacén de Alcalá de Guadaíra, el símbolo permanece vivo en la memoria colectiva sevillana. La paradoja resulta evidente: mientras los ciudadanos conservan un cariño profundo por aquella época dorada, las autoridades no han articulado mecanismos para preservar adecuadamente los testimonios materiales de aquel evento transformador.
CURRO REGRESA COMO SÍMBOLO CULTURAL
En los últimos años, Curro ha experimentado un renacimiento inesperado como símbolo de análisis crítico y cultural. Exposiciones artísticas contemporáneas han recuperado la figura de la mascota para reflexionar sobre el desarrollismo de los años noventa, las transformaciones urbanas y las promesas incumplidas de modernización. Artistas y comisarios utilizan a Curro como metáfora de una época caracterizada por el optimismo desmedido y la especulación inmobiliaria que terminó generando problemas estructurales en Sevilla. La serie de Netflix dirigida por Álex de la Iglesia, titulada 1992, convierte a la mascota en elemento central de una trama criminal que reinterpreta de forma oscura los acontecimientos de aquel año emblemático para España.
Romano Antigüedades continúa custodiando los balancines mientras el debate sobre su futuro permanece abierto. Voces autorizadas del ámbito cultural reclaman que al menos una representación significativa de estos Curros ingrese en museos o colecciones públicas que garanticen su conservación profesional. Otros defienden que su ubicación actual, aunque precaria, permite el acceso libre del público a estas piezas nostálgicas sin intermediarios burocráticos. Mientras las instituciones permanecen en silencio, Francisco Ríos sigue recibiendo ocasionales visitas de antiguos trabajadores de la Expo, familias que buscan reconectar con recuerdos de su infancia y documentalistas interesados en registrar estos testimonios antes de que el tiempo los borre definitivamente del paisaje andaluz.











