La historia del submarino C-4 empieza mucho antes de su tragedia y ayuda a entender por qué su final resulta tan doloroso incluso décadas después. Este sumergible de la clase C fue construido en Cartagena y participó activamente en la Guerra Civil, operando en el bando republicano en misiones de patrulla, escolta y apoyo a la flota. Tras el conflicto, quedó integrado en la renacida flotilla de submarinos, símbolo de una Armada que intentaba recomponerse en un país exhausto y aislado. Su rutina de ejercicios en Baleares parecía, sobre el papel, pura normalidad naval.
La fecha del 27 de junio de 1946 marcó un antes y un después para las familias de sus tripulantes y para muchos marinos que conocieron de cerca aquel accidente. Ese día, el C-4 zarpó de la estación naval de Sóller junto a otros submarinos para realizar maniobras con destructores que practicaban guerra antisubmarina frente a la costa norte de Mallorca. Nadie imaginaba que un ejercicio rutinario terminaría convertido en el peor siniestro en tiempos de paz de la Armada española.
UN SUBMARINO MARCADO POR LA GUERRA
El C-4 pertenecía a una generación de submarinos diseñada en los años veinte, con tecnología ya veterana pero aún útil para un país con recursos muy limitados tras la Guerra Civil. Había participado en misiones estratégicas como el control del Estrecho y el transporte de correspondencia entre la península y las islas, convirtiéndose en una pieza modesta pero apreciada dentro de la fuerza submarina. Para muchos de sus marineros, embarcar allí suponía una mezcla de orgullo profesional y esperanza de estabilidad en tiempos inciertos.
Al finalizar la contienda, el C-4 fue uno de los pocos submarinos de su clase que sobrevivió al desgaste bélico y pudo reincorporarse a un ciclo normal de instrucción. Esto implicaba ejercicios frecuentes con otros buques, comprobaciones de inmersión y navegación en zonas como Baleares, que ofrecían profundidad y espacio suficientes para maniobras complejas. Aquella rutina, que debía reforzar la seguridad y coordinación de la Armada, acabaría siendo el contexto de su desaparición definitiva.
MANIOBRAS DE RUTINA EN BALEARES
En junio de 1946, la costa norte de Mallorca acogía una serie de ejercicios combinados entre destructores y submarinos, diseñados para mejorar la detección y la reacción frente a amenazas bajo el agua. Los buques de superficie, entre ellos el destructor Lepanto, simulaban ataques y rastreos, mientras el C-4 y otros sumergibles practicaban aproximaciones encubiertas y lanzamientos de torpedos ficticios. Eran maniobras exigentes, pero consideradas controladas y asumidas como parte del trabajo diario a bordo.
La flotilla de submarinos zarpó desde Sóller a primera hora de la mañana, con posiciones asignadas a varias millas de la costa, en aguas profundas pero bien cartografiadas para la época. El objetivo era combinar tránsitos en inmersión, emergidas breves para comunicaciones y pruebas de ataque simulado sobre la formación de destructores. La confianza en los procedimientos y en la experiencia de las tripulaciones hacía pensar que el ejercicio terminaría sin más anécdotas que los comentarios técnicos de siempre.
EL MOMENTO FATAL DE LA COLISIÓN
El instante crítico llegó cuando el C-4 emergió a cota próxima a superficie, tras simular un ataque, en un punto que coincidió de lleno con la derrota del Lepanto que cerraba la formación de destructores. El destructor avanzaba a velocidad considerable y apenas tuvo margen para maniobrar al ver aparecer la silueta del submarino delante de su proa. En segundos, la roda del buque de superficie impactó brutalmente entre la torre y el cañón del sumergible.
El choque fue tan violento que más que abrir una vía de agua limitada, prácticamente partió la estructura del C-4, que rodó bajo el casco del Lepanto y desapareció hacia el fondo sin dar opción a reacción interna. El resto de unidades presentes en la zona inició de inmediato la búsqueda de supervivientes, pero solo encontraron restos flotando: trozos de corcho del revestimiento interior, fragmentos de madera y la mitad de una silla procedente de la cámara de oficiales. El mar ofrecía apenas migajas de una tragedia descomunal.
TRESCIENTOS METROS DE PROFUNDIDAD Y NINGÚN RESCATE POSIBLE
Las sondas marcaron una profundidad en torno a los 300 metros en el área del hundimiento, una cifra que, para la tecnología de rescate de la época, era prácticamente una sentencia definitiva. A esa cota, las opciones de enviar buzos o medios de salvamento eran inexistentes y cualquier intento de reflotar el casco se consideraba irrealizable con los recursos disponibles. El submarino quedó convertido en un ataúd de acero cerrado sobre sus 44 tripulantes.
El recuento de víctimas confirmó que nadie había logrado escapar ni alcanzar la superficie por sus propios medios tras la colisión, lo que refuerza la idea de un hundimiento casi inmediato del compartimento habitable. Con el paso de los meses, el C-4 fue dado de baja oficialmente en la Armada y quedó catalogado como sumergido sin recuperación posible, en una localización estimada pero inaccesible. Baleares añadía así a sus aguas una fosa silenciosa y permanente de memoria naval.
LAS FAMILIAS Y EL SILENCIO OFICIAL
Para las familias de los 44 marinos, la ausencia de cuerpos y de una tumba física dificultó enormemente el duelo, más aún en una España acostumbrada a enterrar sus tragedias colectivas bajo capas de discreción oficial. Las noticias del siniestro circularon con poca profundidad informativa y pronto quedaron eclipsadas por otros asuntos, en un país todavía marcado por la posguerra y la censura. El dolor quedó relegado a ámbitos privados, sostenido en cartas, recuerdos y pequeños homenajes íntimos.
Con el tiempo, algunos medios y testimonios recuperaron la memoria del accidente, pero durante décadas el hundimiento del C-4 apenas ocupó espacio en manuales o relatos sobre la Armada. Solo el esfuerzo de familiares, historiadores navales y asociaciones vinculadas al mar fue devolviendo nombres y contexto a aquellos marineros desaparecidos frente a Sóller. Aun así, la sensación de tragedia silenciada continúa presente cuando se revisan los pocos documentos y fotografías conservados.
UN ÚNICO SUBMARINO PERDIDO EN PAZ
Dentro de la larga historia de la Armada española, el C-4 mantiene una condición singular: es el único submarino perdido por accidente en tiempo de paz, lo que subraya todavía más el impacto de su desaparición. Hasta hoy, su casco descansa a gran profundidad cerca de la costa de Mallorca, sin operaciones de recuperación, y se considera la mayor tragedia submarina de la Marina española fuera de un conflicto abierto. Cada aniversario recuerda la fragilidad de los ejercicios militares aparentemente rutinarios.
La memoria de sus tripulantes también ha llegado a nuevas generaciones a través de investigaciones, artículos especializados y obras culturales como cómics y documentales que han retomado su historia. Estas iniciativas no solo rescatan datos técnicos del siniestro, sino que humanizan a los marineros, situándolos como hijos, padres y hermanos de una España que seguía intentando rehacerse tras la guerra. Mantener vivo su recuerdo ayuda a comprender el precio real de cada maniobra que se realiza en la mar.
BALEARES COMO CEMENTERIO MARINO
Las aguas de Baleares, asociadas hoy casi siempre al turismo y al ocio, esconden en su fondo una geografía paralela de pecios, restos de guerra y tragedias como la del C-4. La colisión frente a la costa norte de Mallorca sumó un capítulo especialmente doloroso a esa historia sumergida, porque concentraba en un solo punto la pérdida de una unidad completa y de toda su dotación en un día sin combate declarado. Ese contraste sigue impresionando a quien se asoma a los archivos navales.
La zona en la que se hundió el submarino se encuentra a varias millas de Sóller, en un triángulo de mar profundo que combina belleza en superficie y dureza extrema bajo la línea de flotación. Hoy, muchos navegantes cruzan sobre ese punto sin ser conscientes de lo que ocurrió bajo sus quillas en 1946, mientras la Armada y algunos colectivos mantienen discretos actos de recuerdo. Allí, a cientos de metros de profundidad, el silencio del fondo sigue guardando la última guardia de 44 marineros españoles.









