«¡Al Ataque!»: el programa de Alfonso Arús que hoy sería cancelado (y denunciado)

En los años noventa, millones de espectadores se sentaban frente al televisor para reír con un humor hoy impensable. Al Ataque, el programa de Alfonso Arús, desafiaba cada noche los límites de lo correcto entre imitaciones crueles y chistes pasados de rosca. Aquella tele funcionaba sin redes sociales, sin cancelaciones virales y casi sin filtros editoriales en las grandes cadenas generalistas.

Al Ataque fue un programa de humor y actualidad emitido en Antena 3 a principios de los noventa, construido a base de sketches frenéticos, vídeos caseros y parodias sin apenas límites. Dirigido y presentado por Alfonso Arús, el espacio se convirtió en un fenómeno rápido, mezclando cultura televisiva, fútbol, política y prensa del corazón en una misma coctelera. Aquella mezcla explosiva hoy se ve con otros ojos, entre la nostalgia y la incomodidad por muchos de sus chistes.

En este artículo se propone un viaje tranquilo pero honesto a aquel plató, para revisar qué hacía reír entonces y por qué muchas de esas bromas hoy generarían denuncias, trending topics furiosos y comunicados oficiales en cuestión de minutos. Más que juzgar con superioridad moral, se trata de entender el contexto, las reglas no escritas de la televisión privada recién llegada y el clima social que permitía semejantes licencias. Ese contraste ayuda a medir cuánto ha cambiado nuestra tolerancia colectiva.

UN HUMOR QUE NACIO EN OTRA ESPAÑA

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Cuando se estrenó Al Ataque, España acababa de estrenar también la televisión privada, y las cadenas competían ferozmente por llamar la atención del espectador nocturno. Los directivos buscaban formatos rompedores, dispuestos a cruzar barreras de gusto y corrección si eso garantizaba share, titulares en la prensa del día siguiente y conversación en la oficina. En ese ecosistema competían cámaras ocultas, tertulias desatadas y concursos estridentes, así que el listón de lo aceptable quedaba muy por encima de hoy.

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La figura de Alfonso Arús encajaba a la perfección en ese momento histórico, porque venía de experimentar con formatos gamberros en la televisión catalana y conocía bien el poder del zapping. Su ironía era rápida, con un punto corrosivo pero aparentemente inofensivo, y se alimentaba de una actualidad política y social muy marcada por escándalos empresariales, corrupción y personajes estrafalarios. Muchos espectadores veían en esa caricatura permanente una venganza simbólica contra los poderosos que llenaban informativos y portadas.

AL ATAQUE Y LA TELEVISION SIN FILTROS

El corazón del formato eran los sketches encadenados, donde personajes reales aparecían exagerados hasta el absurdo, y Al Ataque convertía cada gesto, defecto físico o muletilla en una fuente inagotable de chistes. Políticos, empresarios, presentadores de televisión y deportistas eran imitados sin contemplaciones, con un tono que hoy muchos calificarían de cruel, hiriente o directamente humillante para los retratados. Casi nadie hablaba de bullying mediático o salud mental, y la frontera entre humor y escarnio se daba por irrelevante.

La propia mecánica del programa apenas dejaba espacio para la reflexión, porque las bromas se sucedían a gran velocidad, con risas enlatadas, música estridente y un ritmo pensado para no perder al espectador ni un segundo. En ese contexto, muchas referencias a acentos regionales, cuerpos normativos, minorías o nacionalidades pasaban por simples chistes, sin que nadie en el plató pareciera cuestionarse el impacto fuera de la pantalla. Ese descontrol gustaba entonces, pero hoy desataría reclamaciones formales y debates.

IMITACIONES, ESTEREOTIPOS Y RISAS INCORRECTAS

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Uno de los pilares del programa eran las imitaciones que reducían a personas reales a un solo rasgo, y muchas de las caricaturas que salían en Al Ataque hoy se considerarían directamente ofensivas. Había personajes definidos por su peso, por un defecto en la mirada, por su forma de hablar o por estereotipos asociados al origen social, la orientación política o la procedencia geográfica. Entonces casi nadie cuestionaba que reírse del diferente fuera aceptable, y las quejas raramente prosperaban.

Hoy ese material se analiza a la luz de conceptos como discurso de odio, capacitismo, racismo o aporofobia, términos que en los noventa apenas estaban presentes en el debate público español. Es probable que muchas de aquellas escenas hubieran terminado hoy en expedientes del regulador audiovisual, campañas de boicot a anunciantes y denuncias públicas de colectivos organizados. La risa que antes parecía inofensiva se percibe ahora como una forma de violencia simbólica, especialmente cuando recae sobre los mismos grupos vulnerables.

EL PAPEL DE LA MUJER EN LOS PLATOS NOVENTEROS

Otro elemento llamativo de Al Ataque, visto desde hoy, es la forma en que representaba a las mujeres, casi siempre como azafatas decorativas, objetos de deseo o personajes secundarios que servían de apoyo al gag principal. Los planos insistían en el cuerpo, en el vestuario y en la sonrisa permanente, mientras la palabra y la opinión se reservaban para los presentadores y los personajes masculinos caricaturizados. Muchos formatos asumían normal convertir a las mujeres en decorado, no en protagonistas.

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Desde la óptica actual, esas imágenes se leen como un ejemplo claro de cosificación, y encajarían de lleno en los debates sobre machismo televisivo que ocupan hoy tertulias y redes sociales. Es fácil imaginar comunicados de asociaciones feministas, críticas en columnas de opinión y peticiones de disculpas públicas de la cadena, presionada además por anunciantes sensibles a la reputación de sus marcas. Nuestra mirada actual revela cómo la televisión consolidó entonces un ideal de mujer subordinada y siempre sonriente.

LA MIRADA ACTUAL Y LA CULTURA DE LA CANCELACIÓN

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Si un programa como Al Ataque se emitiera hoy en abierto, es muy probable que no sobreviviera ni a su primer sketch antes de desatar una tormenta perfecta de indignación digital. Las redes sociales amplifican en segundos cualquier contenido polémico, se organizan campañas de boicot contra anunciantes y los directivos reaccionan con rapidez para evitar daños reputacionales irreparables. Lo que antes se quedaba en conversación de bar ahora se convierte en tendencia global, incluso entre personas que jamás lo ven.

Este nuevo ecosistema hace más visibles ciertas violencias simbólicas, pero también abre debates complejos sobre la libertad creativa, el derecho a ofender y el riesgo de juzgar el pasado con ojos del presente. Muchos defensores de aquel tipo de comedia argumentan que el humor debe poder meterse con todo, mientras otros recuerdan que la risa no es inocente y puede reforzar desigualdades muy reales. Hoy la discusión pública se balancea entre esos polos, confundiendo a menudo crítica y censura.

QUE HEMOS APRENDIDO DE AQUEL HUMOR TELEVISIVO

Revisar aquellos programas no implica prohibirlos ni borrarlos, sino aprovecharlos como documento para entender de dónde venimos y qué chistes ya no estamos dispuestos a tolerar. Ver hoy los sketches permite detectar prejuicios interiorizados, reflejarse en la pantalla con incomodidad y preguntarse por qué determinadas burlas antes parecían naturales y ahora resultan simplemente crueles. Ese ejercicio de memoria ayuda a no repetir automatismos y a diseñar formatos igual de divertidos sin apoyarse en el daño ajeno.

Al mismo tiempo, conviene recordar que dentro de aquel caos también había ingenio, crítica política aguda y una capacidad notable para retratar la fauna mediática de la época. Tal vez la clave esté en conservar la valentía para reírse del poder y de uno mismo, pero renunciando a convertir en chiste sistemático a quienes ya cargan con más vulnerabilidad que privilegios. Esa puede ser la gran lección de aquellos años: seguir riendo fuerte, pero procurando no dejar cicatrices innecesarias.

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