Tardabas horas rebobinando VHS: 7 rituales de videoclub que Netflix mató

Las limitaciones del stock y la tecnología nos enseñaron a valorar más cada película y a tener paciencia. La experiencia sensorial, desde el olor a palomitas hasta el tacto de las carátulas, era parte fundamental del cine en casa.

¿Quién no siente un escalofrío de nostalgia al recordar el sonido mecánico del VHS entrando en el reproductor un viernes por la noche? Ese zumbido era el preludio de una aventura que comenzaba mucho antes, cuando revisábamos ansiosos las fichas alquiler disponibles en la estantería. No era solo ver una película, era un ritual táctil y social que hemos perdido.

El olor inconfundible a moqueta vieja mezclado con el aroma artificial de las palomitas cine sigue grabado a fuego en nuestra memoria olfativa. Nos pasábamos horas en ese templo del ocio, donde elegir el entretenimiento requería paciencia y negociación familiar. Aquellas cintas magnéticas no ofrecían la inmediatez del algoritmo actual, pero nos regalaban una experiencia humana insustituible.

NETFLIX: LA PEREGRINACIÓN SAGRADA AL VIDEOCLUB DEL BARRIO

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Bajar a la tienda de vídeo no era un trámite rápido, sino una expedición en toda regla que podía durar más que el propio largometraje. Era el momento en que nos encontrábamos con los vecinos entre los pasillos estrechos, comentando los estrenos mientras sosteníamos las fichas alquiler como si fueran tesoros. Esas carátulas desgastadas por el sol prometían mundos de fantasía que, a veces, la calidad de imagen de las cintas de vídeo no lograba cumplir del todo.

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La interacción con el dependiente era fundamental, pues él actuaba como el algoritmo humano que conocía tus gustos mejor que nadie. Su criterio era ley cuando nos recomendaba ese título que nadie más se había atrevido a llevarse. Mientras ojeabas las estanterías repletas de este formato analógico, el crujir de las bolsas de palomitas cine de otros clientes te recordaba que debías aprovisionarte bien para la sesión nocturna.

JUZGAR EL LIBRO POR SU TAPA DE PLÁSTICO

Nos guiábamos casi exclusivamente por el impacto visual de la caja, muchas veces engañosa y con ilustraciones que superaban con creces los efectos especiales del filme. La frustración llegaba cuando veíamos el hueco vacío detrás de la carátula prometedora, señal inequívoca de que alguien se había llevado la copia. Tocaba entonces revisar las fichas alquiler de la sección de clásicos, buscando alguna joya oculta en formato cassette que hubiera sobrevivido al frenesí del fin de semana.

La decepción de encontrar la estantería de estrenos desolada nos enseñó a gestionar la frustración mucho antes de que existieran los psicólogos infantiles. Aprendimos a valorar lo que había disponible, descubriendo que a veces la segunda opción resultaba ser la mejor película de nuestra vida. Esa limitación del stock físico de la película en cinta nos obligaba a ser creativos y a dar oportunidades a géneros que, con el catálogo infinito actual, jamás habríamos pulsado.

EL IMPERIO DE LAS GOLOSINAS Y EL SNACK

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No podíamos concebir el alquiler de la película sin pasar por la sección de comestibles, donde los precios eran sospechosamente altos pero irresistibles. La mezcla de gominolas duras y palomitas cine industriales se convertía en la cena oficial de muchos sábados por la noche. Salíamos del local cargados con el sistema de vídeo bajo el brazo y una bolsa de snacks que, curiosamente, solía acabarse antes de que terminaran los tráilers iniciales.

El ruido de los envoltorios era la banda sonora de nuestros salones, compitiendo directamente con el audio mono de la televisión de tubo. Era una época en la que compartir la bolsa de comida era el mayor acto de amor fraternal, aunque siempre había peleas por el último puñado. Entre masticación y masticación, limpiábamos nuestros dedos grasientos antes de tocar las fichas alquiler, aunque alguna mancha de aceite siempre quedaba como testigo de nuestro crimen dietético en las cintas magnéticas.

LA MALDICIÓN DEL TRACKING Y EL REBOBINADO

La famosa pegatina de «por favor, rebobine» era el mandamiento undécimo que, si se ignoraba, podía costarte una mirada de desprecio del dependiente o incluso una multa. Sufríamos en silencio mientras el motor del aparato gemía rebobinando la cinta hasta el principio, un tiempo muerto que aprovechábamos para ir al baño o reponer las palomitas cine. Este respeto por el siguiente usuario del formato doméstico nos inculcaba un civismo tecnológico que se ha perdido con el streaming instantáneo.

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Y luego estaba el drama de las rayas en la pantalla, esa nieve estática que nos obligaba a levantarnos del sofá para ajustar el control de tracking. Nos convertíamos en ingenieros improvisados cuando girábamos la ruedecita milimétricamente para estabilizar la imagen temblorosa. A pesar de los fallos de imagen y el sonido fluctuante del videocassette, nuestra imaginación rellenaba los huecos pixelados con una fidelidad que el 4K nunca podrá igualar.

EL MIEDO AL BUZÓN DE DEVOLUCIONES

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El buzón metálico de devoluciones era esa boca hambrienta que tragaba nuestras películas y, a veces, nuestros miedos a haber entregado la cinta sin rebobinar. Recordábamos de golpe que habíamos dejado las fichas alquiler en casa o que la caja todavía contenía restos de nuestras palomitas cine de la noche anterior. Esa urgencia por devolver las cintas alquiladas a tiempo estructuraba nuestro fin de semana de una manera que la libertad absoluta del vídeo bajo demanda ha diluido por completo.

Ahora que todo está en la nube, echamos de menos la tangibilidad de ese compromiso temporal con el entretenimiento. Aquel viejo VHS no era solo un soporte de plástico, sino el ancla de unos recuerdos donde la experiencia valía mucho más que la propia calidad del contenido. Netflix nos ha dado comodidad infinita, pero nos ha robado la magia de la conquista, el olor a videoclub y la satisfacción de haber conseguido la última copia disponible.

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