La explosión que borró el centro de Santander: 590 muertos cuando estallaron 1.700 cajas de dinamita ocultas en un barco

Una mañana cualquiera de otoño, una ciudad próspera se convirtió en escenario del infierno. El 3 de noviembre de 1893 quedó marcado a fuego en la memoria colectiva española como el día en que un puerto se transformó en zona de guerra.

Santander despertó aquella mañana sin imaginar que estaba a punto de vivir su peor pesadilla. El barco Cabo Machichaco atracó en el muelle número uno de Maliaño con 1.720 cajas de dinamita ocultas entre su carga. Las autoridades permitieron que amarrase en pleno corazón de la capital cántabra, violando todas las normas de seguridad portuaria. Nadie sospechaba que bajo toneladas de harina y mercancías diversas viajaba una bomba de relojería capaz de borrar del mapa medio centro urbano.

La negligencia se respiraba en cada decisión tomada ese día. El capitán no informó de que transportaba el doble de explosivos de lo habitual, y las autoridades locales hicieron la vista gorda ante el reglamento que obligaba a descargar material peligroso en muelles alejados o mediante gabarras. El vapor procedente de Bilbao llevaba suficiente dinamita para abastecer a toda la península, pero la capital cántabra lo recibió como un barco más, sin precauciones especiales ni medidas extraordinarias.

CUANDO EL FUEGO ENCONTRÓ LA DINAMITA

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Poco antes de las cinco de la tarde, mientras varios operarios trabajaban en los remaches del costado del buque, sucedió lo inevitable. Una chispa prendió el ácido sulfúrico que viajaba junto a la nitroglicerina, desatando una reacción química imposible de controlar. Los bomberos de la ciudad acudieron rápidamente al lugar, pero sus esfuerzos resultaron inútiles ante la magnitud del incendio. El fuego avanzaba sin piedad hacia las bodegas repletas de explosivos, mientras cientos de curiosos se agolpaban en el muelle para contemplar el espectáculo.

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La mezcla de agua con ácido sulfúrico convirtió la labor de extinción en un acelerador del desastre. Las llamas alcanzaron las entrañas del Cabo Machichaco justo cuando más gente rodeaba el puerto. Bomberos, estibadores, marineros de barcos cercanos y vecinos de la zona portuaria se encontraban a escasos metros del epicentro. Nadie ordenó una evacuación porque nadie calibró realmente el peligro que acechaba bajo cubierta, escondido entre sacos de harina y mercancías ordinarias.

LA EXPLOSIÓN QUE CAMBIÓ UNA CIUDAD PARA SIEMPRE

La deflagración se oyó a decenas de kilómetros de distancia, como un trueno apocalíptico que heló la sangre de toda Cantabria. 43 toneladas de dinamita estallaron simultáneamente, convirtiendo el barco en un cañón gigante que disparó metralla hacia el cielo. Vigas de hierro, raíles, escotillas y miles de objetos salieron despedidos a velocidades letales. El ancla del Machichaco voló varios kilómetros hasta impactar contra el Colegio La Salle, un proyectil de varias toneladas que atravesó el aire como si fuera papel.

La onda expansiva arrasó todo en un radio imposible de imaginar hoy día. Edificios enteros del centro de Santander se derrumbaron como castillos de naipes, sepultando a sus habitantes bajo toneladas de escombros. Una inmensa ola provocada por el desplazamiento del agua engulló a todos los que se encontraban en el muelle: bomberos, tripulantes, trabajadores portuarios y curiosos desaparecieron bajo las aguas en segundos. La capital cántabra, que entonces contaba con 50.000 habitantes, pareció una ciudad bombardeada en plena guerra.

EL PRECIO HUMANO DE LA NEGLIGENCIA

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Cuando el polvo y el humo se disiparon, la ciudad contempló horrorizada el resultado de la catástrofe. 590 cadáveres se repartían por calles, tejados y rincones de la capital, algunos proyectados a cientos de metros del punto de explosión. Entre las víctimas mortales se contaban el alcalde y el gobernador civil, que habían acudido al puerto para supervisar las labores de extinción. Quinientos heridos graves llenaron los hospitales santanderinos, desbordando completamente las capacidades sanitarias de la época.

Más de dos mil personas sufrieron lesiones de diversa consideración en aquella tarde maldita. Familias enteras desaparecieron sin dejar rastro, vaporizadas por la explosión o arrastradas al fondo de la bahía. Los equipos de rescate tardaron semanas en recuperar todos los cuerpos, muchos de ellos irreconocibles. La tragedia del puerto marcó un antes y un después en la seguridad marítima española, aunque el precio pagado resultó demasiado alto para las miles de personas que perdieron a sus seres queridos.

TRES EXPLOSIONES EN VEZ DE UNA

La pesadilla del Cabo Machichaco no terminó aquella tarde de noviembre. La popa del barco se hundió en la bahía con cientos de cajas de dinamita todavía en sus bodegas, convirtiéndose en una amenaza latente durante meses. Las autoridades decidieron recuperar los explosivos mediante buzos y grúas, pero la operación resultó tan peligrosa como cabía esperar. El 21 de marzo de 1894, casi cinco meses después del primer desastre, parte de la dinamita restante estalló mientras un buzo trabajaba en las profundidades.

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Aquella segunda explosión sumó quince cadáveres más al balance trágico del vapor maldito. Nueve días después, el 30 de marzo, una tercera deflagración controlada acabó definitivamente con los restos del Machichaco. El cañonero Cóndor tuvo que intervenir para detonar el explosivo que aún permanecía bajo las aguas de la bahía santanderina. Tres explosiones separadas por meses para acabar con un barco que jamás debió atracar en el corazón de una ciudad poblada.

UNA CICATRIZ IMBORRABLE EN LA MEMORIA

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La reconstrucción de las zonas devastadas llevó años y transformó por completo la fisonomía del centro urbano. Barrios enteros tuvieron que ser levantados desde cero sobre las ruinas humeantes que dejó la explosión. El gobierno español envió ayuda económica, pero ninguna cantidad de dinero pudo devolver la vida a las 590 personas que perecieron aquel 3 de noviembre. La tragedia del Cabo Machichaco se convirtió en la mayor catástrofe civil de la España decimonónica, un récord funesto que la capital cántabra hubiera preferido no ostentar jamás.

Hoy, más de 130 años después, Santander recuerda aquella jornada terrible como una lección sobre los peligros de la negligencia administrativa. Las nuevas generaciones crecen escuchando historias sobre el día que explotó el puerto, un relato que se transmite de abuelos a nietos como advertencia eterna. La ciudad se recuperó, se reconstruyó y volvió a prosperar, pero jamás olvidó a las víctimas del vapor que transportaba la muerte escondida bajo toneladas de harina inocente.

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