En el norte de Portugal se encuentra uno de esos lugares donde el tiempo parece aprender a ir más despacio. Aquí el Miño se ensancha, baja el tono y se deja tocar por el Atlántico, como si el río supiera que está a punto de despedirse. Portugal se vuelve frontera líquida, arena clara, pinares que sujetan dunas y una luz cambiante que hace que cada paseo sea distinto al anterior, incluso aunque se repita el camino.
En este rincón del norte, también se guarda memoria, y no solo de veranos frescos y paseos en bicicleta, sino de un pasado marcado por su posición estratégica frente a España. Donde antes hubo tensiones y episodios de ingenio militar, hoy hay calma atlántica, barquitos que cruzan el río y una convivencia tranquila que se respira en cada gesto cotidiano.
1Caminha, la villa de Portugal que aprendió a resistir
Portugal tiene en Caminha uno de esos pueblos que se recorren sin prisa, dejándose llevar por el empedrado y por las sombras que dibujan las fachadas antiguas. Desde la Praça do Conselheiro Silva Torres hasta la Torre do Relógio, el único vestigio del antiguo cinturón de murallas, el paseo es corto pero intenso en detalles. Aquí cada esquina parece contar una anécdota, como aquella vez en que la villa engañó a un ejército lanzando hogazas de pan desde lo alto, fingiendo una abundancia que no existía.
En este punto del norte de Portugal, la historia no se exhibe, se insinúa. A los pies de la torre, el Chafariz do Terreiro recuerda una pequeña proeza del siglo XVI, cuando el agua llegó desde Moledo por un canal subterráneo. Frente a él, la Igreja Matriz de Nossa Senhora da Assunção mezcla estilos y épocas con naturalidad, dejando que la piedra hable sin levantar la voz.






