Granada tiene lugares que se visitan y otros que se caminan despacio, casi en silencio, como si el ruido del mundo no tuviera permiso para entrar. En lo alto de una colina, mirando de frente a la Alhambra y dándole la espalda al tiempo moderno, existe un rincón donde las horas parecen alargarse y los pasos se vuelven más lentos sin que nadie lo pida. Granada guarda ahí uno de sus secretos mejor conservados, un espacio donde el agua y la sombra mandan.
Granada no se explica del todo sin ese barrio que respira pasado en cada esquina, donde las fuentes murmuran historias antiguas y los cipreses levantan muros verdes contra el sol. El Albaicín no es un decorado ni un recuerdo congelado, es un lugar vivo que sigue latiendo a su propio ritmo, ajeno a las prisas y fiel a una forma de estar en el mundo que parece haberse perdido en casi todas partes.
1El Albaicín, un barrio de Granada que se recorre sin prisa
Granada se vuelve más íntima cuando se entra en el Albaicín. Las calles se estrechan, las cuestas obligan a bajar el ritmo y cada giro ofrece una sorpresa, una placeta mínima, una puerta entreabierta o una fuente escondida que suena antes de verse. Caminar por aquí no es avanzar, es detenerse, mirar, escuchar, dejar que el barrio marque el paso.
Granada encuentra en el Albaicín su lado más humano, ese que no necesita grandes monumentos para impresionar. Basta una calle empedrada, una sombra alargada o el olor a jazmín para entender que este barrio no se visita, se vive. Las casas blancas, los muros irregulares y los patios interiores construyen una sensación de refugio que envuelve al visitante casi sin darse cuenta.






