Pocos lugares en nuestra geografía evocan la majestuosidad vertical de los auténticos fiordos noruegos con la fidelidad que lo hace este rincón de la montaña oriental leonesa. Sin embargo, bajo esa lámina de agua mansa que hoy atrae a miles de curiosos cada fin de semana, yace una historia de dolor que no debemos olvidar jamás si queremos entender lo que estamos mirando. Es una belleza compleja, de esas que duelen un poco al contemplarlas porque sabemos el precio que se pagó por ellas.
Riaño no es solo una parada técnica para sacarse la foto de turno y seguir ruta, sino un testimonio vivo de cómo la naturaleza (forzada por la ingeniería) puede reescribir el destino de una comarca entera. Si te acercas al borde del muelle en un día tranquilo, verás que el silencio aquí es distinto, cargado de una nostalgia densa que se mezcla con el aire puro y cortante de la cordillera cantábrica.
El valle que lloró antes de ahogarse
Para comprender la magnitud emocional de lo que tienes delante, hay que rebobinar mentalmente hasta ese fatídico 1987, cuando las máquinas entraron escoltadas por la Guardia Civil para derribar las casas de piedra y los recuerdos de los vecinos. Fue un trauma colectivo retransmitido por televisión, y las cicatrices siguen abiertas en la memoria de los abuelos que vieron sus tejados venirse abajo entre nubes de polvo.
No fue una simple obra hidráulica; fue el fin de un mundo para dar paso a otro radicalmente diferente.Nueve pueblos quedaron sepultados bajo toneladas de agua tras el cierre de la presa, silenciando para siempre el valle original y sus mejores pastos para dar paso a este inmenso espejo líquido. Aunque el hormigón ganó la batalla aquella vez, el espíritu de la comarca resiste en el «nuevo» Riaño, que ha sabido reinventarse con dignidad sin traicionar su pasado ganadero y montañés. Hoy, los hijos de aquellos que lloraron gestionan el turismo de un lugar que se ha convertido en milagro económico.
¿Por qué todo el mundo habla de los fiordos leoneses?
La comparación no es gratuita ni una exageración del marketing turístico, ya que las formaciones de roca caliza se precipitan verticalmente sobre el agua creando un efecto visual idéntico al de los famosos fiordos del norte de Europa. El pico Gilbo, conocido popularmente como el Cervino leonés por su silueta afilada, preside esta estampa que te deja sin aliento apenas te bajas del coche y respiras hondo. Es un paisaje que parece diseñado por un arquitecto caprichoso que quiso mezclar los Alpes con el Cantábrico.
La mejor forma de constatar esta similitud geológica es subirse al catamarán turístico que surca el embalse y te permite tocar casi con la mano las paredes verticales de la montaña mientras te explican la historia sumergida. Desde la cubierta del barco, la sensación real es que estás navegando por latitudes árticas, aunque al desembarcar te espere un buen plato de cecina y un vino de la tierra para entrar en calor. Navegar entre estas moles de piedra caliza cambia completamente la perspectiva que tienes desde la orilla.
Un columpio gigante para tocar el cielo
Si el barco te da la perspectiva a ras de agua, el famoso columpio de Riaño —autoproclamado el más grande de España con sus ocho metros de altura— te ofrece la vista de pájaro que ha roto todos los récords en redes sociales. Situado estratégicamente en el Alto de Valcayo, balancearse allí arriba implica que los pies cuelgan sobre el abismo mientras tienes los picos nevados frente a tus narices. Es una de esas experiencias que, aunque suene a cliché de Instagram, hay que vivir al menos una vez.
No se trata solo de la adrenalina fácil o de conseguir la imagen perfecta para el perfil, sino de sentir la inmensidad de un entorno que empequeñece cualquier problema cotidiano que traigas de la ciudad en la mochila. Es curioso comprobar cómo un simple asiento de madera y dos cuerdas pueden reconectarte con lo salvaje en cuestión de segundos, haciéndote sentir parte del paisaje y no un mero espectador. Allí arriba, con el viento en la cara, se entiende por qué este lugar engancha tanto.
La urgencia de ir antes de que estalle la primavera
Visitar estos fiordos de interior justo ahora, cuando el invierno empieza a dar sus últimos coletazos pero el frío aún aprieta, garantiza ver las cumbres cubiertas de ese manto blanco que contrasta brutalmente con el azul oscuro del pantano. Es el momento exacto del año donde la luz es más nítida y la afluencia de turistas es menor, permitiéndote disfrutar del paraje casi en soledad, algo imposible en agosto. La nieve en las cimas del Yordas o el Gilbo aporta ese dramatismo necesario para la foto perfecta.
Cuando llegue el deshielo y el verde explosivo de la primavera lo inunde todo, el paisaje será igual de hermoso, por supuesto, pero perderá ese carácter nórdico, severo y silencioso que ahora mismo te pone la piel de gallina. No esperes a que te lo cuenten tus amigos, porque la magia de Riaño es efímera y cambia radicalmente con cada estación, siendo esta época de transición la más auténtica para los buscadores de paisajes puros.








