Krasny Bor fue mucho más que una posición perdida en un mapa del frente oriental, porque allí los españoles se enfrentaron al fuego combinado de artillería, infantería y carros soviéticos durante varios días casi sin relevo. La batalla, descrita por muchos historiadores como la más dura vivida por la División Azul, simboliza el momento en que un contingente relativamente pequeño resistió frente a decenas de miles de soldados del Ejército Rojo. Hoy, sin embargo, el recuerdo de aquellos combates convive con la controversia sobre el significado político y moral de la presencia española en la Segunda Guerra Mundial.
En paralelo a la épica militar, late otra historia menos visible pero igualmente intensa: la de los prisioneros que sobrevivieron al frente para acabar en los campos soviéticos, lejos de su país y de sus familias. Esos casi 300 españoles capturados en torno a Krasny Bor fueron enviados a distintos gulags, donde pasaron hambre, frío extremo y trabajos forzados durante más de una década. Mientras otros prisioneros de diferentes ejércitos europeos comenzaron a ser repatriados después de 1945, ellos quedaron atrapados en un limbo político que no se resolvería hasta bien entrada la Guerra Fría. La suya es una historia de resistencia silenciosa, negociaciones discretas y un regreso que muchos en España creían ya imposible.
UN FRENTE HELADO Y DESIGUAL
El sector de Leningrado donde combatía la División Azul era un frente helado, con bosques, marismas y pueblos dispersos, en el que las temperaturas podían desplomarse muy por debajo de cero. Los españoles ocupaban una línea de varios kilómetros junto a unidades alemanas, en una zona considerada secundaria hasta que el mando soviético decidió lanzar allí una gran ofensiva para romper el cerco sobre la ciudad. Frente a unos pocos miles de voluntarios, el 55.º Ejército soviético podía concentrar decenas de miles de hombres, tanques y centenares de piezas de artillería. Esa desigualdad de medios marcó desde el inicio el desarrollo de los combates.
La preparación de posiciones, búnkeres de campaña y trincheras dio cierta sensación de seguridad, pero la realidad del frente oriental resultó brutal desde el primer momento. La División Azul, encuadrada en la Wehrmacht como 250.ª División de Infantería, combinaba veteranos de la Guerra Civil española con jóvenes que habían visto la nieve por primera vez en Rusia. El paisaje blanco ocultaba minas, nidos de ametralladoras y observadores enemigos atentos a cualquier movimiento. Cuando el invierno avanzó, la fatiga, el frío permanente y la escasez de relevo convirtieron cada guardia en un esfuerzo de pura voluntad.
KRASNY BOR EN EL FRENTE DEL ESTE
Krasny Bor, una pequeña localidad al sur de Leningrado, se convirtió en un punto clave dentro de la ofensiva soviética destinada a aliviar el cerco de la ciudad. Desde allí pasaba una línea de ferrocarril estratégica, y quien dominara ese nudo de comunicaciones podía amenazar las posiciones alemanas en todo el sector, de ahí el interés del mando soviético por romper precisamente en ese tramo defendido por españoles. El alto mando alemán consideraba que la División Azul, endurecida por meses de frente, podía aguantar un golpe fuerte. Sin embargo, la magnitud real del ataque que se preparaba superó cualquier previsión razonable.
En la madrugada del 10 de febrero de 1943, alrededor de un millar de piezas de artillería soviética abrió fuego de forma concentrada sobre las posiciones españolas. Durante horas, proyectiles, morteros y cohetes fueron arrasando trincheras, refugios y puestos de mando, hasta el punto de que muchos supervivientes describieron aquel primer bombardeo como un cataclismo que parecía no tener fin. Cuando la artillería se fue apagando, llegaron las oleadas de infantería, respaldadas por carros de combate que buscaban abrir brechas en el terreno helado. En muy pocos minutos, sectores enteros quedaron aislados y algunos mandos perdieron todo contacto con sus compañías, obligadas a improvisar sobre la marcha.
EL GOLPE SOVIÉTICO DE FEBRERO
Las cifras aproximadas del combate ayudan a entender la dimensión del choque: unos 4.500 o 5.600 españoles frente a entre 40.000 y 44.000 soviéticos, con un centenar de tanques y centenares de cañones apoyando el ataque. Con esa desproporción, lo sorprendente para muchos historiadores no fue que la línea cediera en algunos puntos, sino que no se produjera un derrumbe total y que el frente lograra estabilizarse tras los primeros días de lucha. El coste, sin embargo, fue altísimo, con miles de bajas entre muertos, heridos y desaparecidos en apenas unas jornadas de combate.
Las fuentes señalan que las pérdidas españolas se contaron en varios miles de hombres, con cifras que suelen situar los muertos en torno a los tres millares y las bajas totales por encima de las dos mil a tres mil, según el criterio empleado. Del lado soviético, los cálculos hablan de varios miles de muertos y heridos, lo que demuestra la dureza de una defensa que se prolongó posición a posición, casa a casa y zanja a zanja. En medio de esa devastación, algunos sectores quedaron completamente rodeados y, tras consumir munición y sufrir numerosas bajas, se vieron obligados a rendirse. De esos focos aislados procedía buena parte de los hombres que acabarían como prisioneros en la Unión Soviética.
PRISIONEROS ESPAÑOLES CAMINO DEL GULAG
Los estudios sobre la logística sanitaria y las consecuencias de la batalla indican que, tras Krasny Bor, casi 300 soldados españoles fueron hechos prisioneros y enviados a campos de trabajo soviéticos. Muchos de ellos habían resistido hasta el último momento en posiciones avanzadas o sirviendo piezas de artillería, y pasaron en cuestión de horas de soportar un asalto frontal a iniciar un largo tránsito como cautivos hacia el interior de la URSS. Separados de sus unidades, agotados y a menudo heridos, iniciaron una marcha marcada por interrogatorios, traslados y una enorme incertidumbre sobre su destino.
El viaje hacia los gulags, generalmente en trenes de carga abarrotados, los llevó a lugares tan lejanos como Siberia, donde las temperaturas y las condiciones laborales resultaban extremas incluso para habitantes locales acostumbrados al clima. En esos campos de trabajo, los españoles compartieron penurias con prisioneros de otras nacionalidades, incluidos alemanes y también compatriotas republicanos que habían terminado en la órbita soviética tras la Guerra Civil española. La alimentación insuficiente, el esfuerzo físico agotador y las enfermedades hicieron que una parte de ellos muriera en cautiverio antes de ver de nuevo el mar Mediterráneo. Pese a ello, quienes sobrevivieron recuerdan que la camaradería y el deseo de regresar mantuvieron viva su resistencia interior.
UNA ESPERA DE ONCE AÑOS PARA VOLVER
Mientras la Segunda Guerra Mundial terminaba y Europa iniciaba la reconstrucción, la situación de los prisioneros españoles en la Unión Soviética quedó bloqueada por razones políticas y diplomáticas. La repatriación de prisioneros alemanes se dio por concluida oficialmente en 1950, pero los españoles vinculados a la División Azul continuaron en los campos, atrapados entre la desconfianza soviética y la complicada relación del régimen franquista con Moscú. Las negociaciones, en las que intervinieron la Cruz Roja y diversos mediadores, avanzaron de manera lenta y discreta durante los primeros años de la Guerra Fría.
El desenlace llegó en 1954, cuando el buque Semiramis atracó en el puerto de Barcelona con 286 repatriados a bordo, entre ellos 229 veteranos de la División Azul que habían pasado años en el Gulag. Aquella llegada, recibida por una multitud inmensa en el muelle, se vivió como una especie de resurrección colectiva para familias que daban por muertos a muchos de esos hombres desde la batalla de 1943. En la práctica, los prisioneros de Krasny Bor y otros frentes regresaban a casa después de más de una década de cautiverio, bastante más tarde que otros combatientes de ejércitos europeos. Para ellos, el final de la guerra no se había contado desde 1945, sino desde ese día de abril en que pisaron de nuevo suelo español.
MEMORIA, CONTROVERSIA Y RECONOCIMIENTO
Tras su regreso, los antiguos prisioneros afrontaron una vida marcada por secuelas físicas, recuerdos difíciles y una integración compleja en una sociedad que trataba de mirar hacia adelante. Algunos recibieron homenajes y reconocimiento en círculos vinculados al régimen franquista, mientras que otros eligieron el silencio, conscientes de que la memoria de la División Azul y de la propia batalla de Krasny Bor iba a quedar atravesada por fuertes debates políticos. Con el paso de los años, sus testimonios se convirtieron en una fuente imprescindible para entender qué significó sobrevivir tanto al frente como al cautiverio.
En la actualidad, libros, artículos y documentales analizan la batalla y la experiencia de los prisioneros desde enfoques muy distintos, que van desde la historia militar hasta la memoria de las víctimas del totalitarismo. Se reivindica la necesidad de conocer los hechos con rigor, separando en la medida de lo posible la investigación histórica de las batallas políticas del presente, sin por ello olvidar el contexto ideológico en que surgió la División Azul. Recordar a quienes murieron en el frente o en los campos soviéticos implica también reconocer la complejidad de una época en la que miles de españoles acabaron luchando y sufriendo muy lejos de su país. Para el lector de hoy, esa historia sigue planteando preguntas incómodas sobre guerra, propaganda, lealtades y olvido.









