Ciudad Real es la provincia donde se esconde Villar del Pozo, un pequeño municipio en pleno Campo de Calatrava que apenas suma 47 habitantes en el último censo disponible. Situado a pocos kilómetros de la capital y rodeado de llanuras manchegas, comparte término municipal con el polémico aeropuerto provincial levantado a las afueras. Allí, las pistas gigantes contrastan con un caserío mínimo donde casi todos se conocen desde niños.
En las próximas líneas vamos a recorrer este lugar tan singular con calma, como si nos perdiéramos por sus calles blancas una mañana cualquiera. Más allá de la anécdota del aeropuerto, interesa entender cómo se vive en un pueblo tan pequeño, qué ventajas ofrece y qué echa de menos quién se queda. También veremos por qué su historia resume muy bien los cambios del mundo rural manchego.
UN PUEBLO MÍNIMO CON MUCHA PERSONALIDAD
Villar del Pozo es uno de esos municipios diminutos de la provincia de Ciudad Real que casi caben en una sola mirada, con pocas calles, un puñado de casas bajas y la iglesia marcando el centro. Según los últimos datos oficiales, rondan los 47 habitantes empadronados, lo que lo convierte en el pueblo más pequeño de su entorno. Aun así, sigue siendo municipio independiente y la vida gira en torno a la plaza y a unos pocos servicios básicos.
La mayoría de los vecinos son gente mayor que ha visto marcharse a hijos y nietos en busca de trabajo, aunque siempre hay quien regresa los fines de semana o en verano para no perder el vínculo. Esa mezcla de residentes fijos y retornados mantiene vivo el pueblo pese a su tamaño diminuto. Aquí, cualquier llegada se nota, y una sola casa cerrada cambia por completo el aspecto de la calle.
ASÍ ES EL DÍA A DÍA EN VILLAR DEL POZO
El día a día transcurre despacio, con desayunos largos, saludos en la puerta y conversaciones que se alargan en la plaza mientras pasa la furgoneta del pan o del butano. No hay grandes supermercados ni centros de ocio, así que para muchos recados toca coger el coche y desplazarse unos cuantos kilómetros. Esa rutina de ir y venir ha terminado integrándose en la vida de los vecinos como algo casi natural.
Los servicios básicos llegan combinando lo que hay en el propio pueblo con lo que ofrecen los municipios cercanos, desde el médico que pasa consulta ciertos días hasta el colegio al que se va en ruta escolar. Muchos vecinos se organizan para compartir coche y recados, de modo que nadie se quede atrás. Esa red informal suple en parte la falta de infraestructuras propias y refuerza todavía más la sensación de comunidad.
UN AEROPUERTO GIGANTE A UN PASO
A solo unos cientos de metros del casco urbano se levanta el aeropuerto de Ciudad Real, con largas pistas de aterrizaje y una terminal pensada para miles de pasajeros que hoy apenas ven movimiento. Para los vecinos, forma parte del paisaje igual que los silos o los campos de cereal, aunque su escala resulte desproporcionada. Muchos aún recuerdan la expectación de las obras y el silencio posterior cuando los vuelos dejaron de operar.
La paradoja es que, pese a vivir con un aeropuerto al lado, el ruido de aviones es mínimo y muchos días el recinto parece un gigante dormido. Algunos vecinos miran las instalaciones con cierta resignación, pensando en las oportunidades económicas que no llegaron. Otros prefieren que todo siga tranquilo y valoran poder seguir disfrutando de la calma del campo sin el trasiego constante de despegues y aterrizajes.
CIUDAD REAL Y EL ENCANTO DE LO PEQUEÑO
Desde la capital de Ciudad Real, Villar del Pozo aparece casi como una nota al margen en el mapa provincial, pero resume muy bien la cara menos visible de la provincia. Municipios mínimos, envejecidos y rodeados de campos se repiten por toda la comarca, aunque pocos tienen un aeropuerto pegado a sus tierras. Esa combinación de ruralidad extrema e infraestructuras sobredimensionadas lo convierte en una rareza muy llamativa.
En los últimos años, este pequeño municipio ha ido ganando presencia en reportajes y noticias que lo presentan como símbolo de la España interior que resiste. Muchas personas lo descubren por pura curiosidad y se preguntan cómo sería vivir allí, lejos del tráfico y de los bloques de pisos. Ese interés mediático ha puesto nombre y apellidos a un lugar que antes pasaba casi desapercibido.
TRADICIÓN, PAISAJE Y SILENCIO COMPARTIDO
El entorno que rodea al pueblo está marcado por las llanuras manchegas del Campo de Calatrava, con cultivos de cereal, olivares dispersos y antiguos volcanes apagados en el horizonte. Los cambios de estación se notan en seguida, desde los tonos ocres del verano hasta el verde suave de la primavera. Quien se asoma a sus caminos encuentra silencio, horizontes amplios y esa sensación de tiempo pausado tan difícil de conservar hoy.
Las fiestas patronales, las procesiones sencillas y las reuniones en torno a una mesa siguen marcando el calendario social de esta esquina de la provincia de Ciudad Real, aunque cada año cueste un poco más reunir gente. Muchos actos se adaptan al número real de vecinos y a los que vuelven solo unos días. Lo importante no es la grandiosidad, sino mantener vivas las costumbres que dan sentido al lugar.
UN FUTURO ABIERTO A NUEVAS OPORTUNIDADES
En los últimos tiempos, instituciones y vecinos han empezado a imaginar nuevos usos para el entorno del aeropuerto y para el propio pueblo, desde proyectos logísticos hasta ideas de turismo rural o teletrabajo. En la provincia de Ciudad Real hay varios planes para frenar la despoblación, y este rincón podría beneficiarse si se acierta con la fórmula. De momento, todo avanza despacio, entre trámites, estudios y muchas dosis de paciencia.
Mientras tanto, el mejor gancho son las historias de quienes deciden quedarse o regresar, demostrando que se puede llevar una vida tranquila sin renunciar a un buen internet y a los servicios básicos. Para muchos, vivir cerca de Ciudad Real, pero en un entorno tan pequeño, sería el equilibrio perfecto entre trabajo y calidad de vida. Quizá ahí esté la verdadera oportunidad de este pueblo mínimo con aeropuerto propio.








