Alba Moreno divide la vida de su hijo en dos actos: el primero, antes de la pandemia, y el segundo, después del confinamiento. En medio, un barrizal de burocracia y consultas telefónicas en las que Leo, de nueve años, iba desarrollando un trastorno que ella desconocía y con el que no sabía lidiar. No fue hasta después del encierro cuando su hijo recibió un diagnóstico médico.
Leo padece inteligencia límite y trastorno por déficit de atención (TDA). Esa fue toda la información que recibió su madre. “Te ves sola con un informe psicopedagógico en la mano que nadie te ha explicado y piensas que durante mucho tiempo no has sabido tratar a tu hijo”, explica Alba. La primera parada tras el diagnóstico fue el cardiólogo, para evaluar la idoneidad de la medicación, y la segunda el psiquiatra, que la recetó.
Desde marzo, Leo toma 10 mg de metilfenidato hidrocloruro diarios. “Le tenía mucho miedo a la medicación, pero ahora noto una mejoría increíble”, celebra su madre. La pediatra ya los ha citado para aumentar la dosis en unos meses. Recomienda hacerlo en paralelo al crecimiento de Leo. Alba sabe que, de momento, “no hay fin” para que su hijo deje de estar medicado.
El aumento del consumo de psicofármacos de distinto tipo en menores de 14 años es un fenómeno que se ha ido agudizando en la Comunidad de Madrid en los últimos años. Entre 2016 y 2021, el consumo se incrementó un 16%, de acuerdo con los datos aportados por la Consejería de Sanidad, como respuesta a una solicitud de transparencia realizada por Moncloa.com.
A finales de 2021, las farmacias de Madrid habían dispensado más de 210.000 dosis de ansiolíticos, 654.800 de antidepresivos, 306.600 de antipsicóticos, 26.100 de hipnóticos y sedantes y otros 3,5 millones de psicoestimulantes, como los que toma Leo. Todo ello supone un promedio de 13 dosis por cada 1.000 niños menores de 14 años residentes en Madrid, dos más que en 2016.
El número no debería sorprender. El aumento del consumo de psicofármacos se cocinó tiempo antes de la llegada de la Covid19. En un proceso silencioso, pero constante, mientras la población madrileña de mayor edad reducía su consumo de ansiolíticos o hipnóticos, las dosis totales recetadas a los más pequeños aumentaban.
Aquí existen diferencias entre chicos y chicas, cuyos consumos crecen en distinta proporción debido a su vez a las distintas formas que tienen de expresar el sufrimiento. “Las niñas tienden más a la depresión, y piden ayuda con más facilidad que los varones”, analiza Jorge Vidal, psiquiatra de la Unidad de Menores en Riesgo Psíquico (UMERP) del Hospital Gregorio Marañón de Madrid.
Por su parte, “en los niños la sintomatología emocional suele tener una repercusión más conductual, son más agresivos o se meten en problemas”. Así, en 2021 los niños recibieron un 70% más de las dosis de psicoestimulantes y fármacos para tratar el TDHA, mientras que las niñas acumulan más dosis de antidepresivos. En general, son ellos los que consumen un mayor número de psicofármacos.
Desde el Consejo General de Colegio de Farmacéuticos de España avalan el incremento generalizado del consumo de psicofármacos. “No es más preocupante de lo normal, sabiendo la situación de sufrimiento de la que venimos tras el confinamiento”, explica su vicepresidente, Juan Pedro Rísquez.
Este aumento del consumo de psicofármacos no tiene por qué estar necesariamente vinculado a un crecimiento de los diagnósticos, alerta Vidal. “Depende de muchos factores”, como “del tipo de diagnóstico, de la forma en la que el niño se expresa, de la opinión pública sobre el consumo de medicamentos o del acceso a los recursos”, explica el psiquiatra.
Esta última variable está cada vez más limitada debido al progresivo desgaste de la sanidad pública tras la pandemia, especialmente polémico en la Comunidad de Madrid.
Los otras secuelas del confinamiento en niños
Cuenta la madre de Adrián, de 9 años, que durante los 100 días que duró el confinamiento, su hijo fue feliz. El espacio delimitado por las paredes de su casa contenía todo lo que interesaba al niño: una familia, un entorno seguro. “No quería ni salir a la terraza, era rarísimo”, explica su madre, Ana Pérez.
Por supuesto, no todos los niños vivieron una situación deseable en sus hogares. En otros casos, fue la tensión familiar lo que hizo saltar por los aires los delicados equilibrios emocionales de los más pequeños del hogar.
Sea como fuere, Lola Vázquez, psiquiatra infantojuvenil de la Asociación para la Promoción de la Salud Mental en la Infancia y la Adolescencia (APSMIA), pone el foco en el distanciamiento de los niños del entorno no familiar como uno de los disparadores de algunas patologías.
"Dejaron de relacionarse con grupos de pares, sus amigos y compañeros, que son fundamentales en su desarrollo, y se quedaron muy metidos en las casas, pendientes de sus padres", sostiene la doctora.
A ello se le sumaron los malestares emocionales desplegados a raíz de la pandemia: “Miedo a contagiarse, a enfermar, a perder un familiar, a morir. Todo fue imprevisto y difícil de asimilar”, describe Vázquez. De esta forma, la salida del confinamiento, lejos de experimentarse como una liberación, supuso en algunos casos la quiebra psicológica de muchos menores.
Adrián fue uno de ellos. Al principio, las clases presenciales tenían un número reducido de alumnos, pero con el paso del tiempo fueron acogiendo a más niños hasta recuperar su número habitual.
“Le daba ansiedad estar con tantos alumnos y salía de clase porque no soportaba tanto ruido”, recuerda su madre. Un día empezó a experimentar crisis de ausencias, en las que no podía más que pestañear durante unos instantes.
El trance en el que entraba el niño tiene el nombre de epilepsia infantil, una patología que “en principio, no tiene relación con la salud mental o el estrés”, explica Ana Pérez, “pero yo como madre tengo mi propia teoría”.
Comenzaron a tratar al niño con ácido valproico, un anticonvulsivo que cuenta entre sus efectos secundarios cambios emocionales, problemas de aprendizaje y comunicación. En el cuerpo de Adrián, estos tomaron forma de irritabilidad y depresión.
“Un día me dijo muy insistentemente: Mamá, me quiero morir”, relata Ana. Asustada, lo llevó al hospital donde el psiquiatra le recetó risperidona, un antipsicótico cuyas dosis recetadas en la Comunidad de Madrid en menores de 14 años han aumentado año tras año hasta alcanzar un 32% más entre 2016 y 2021, según el análisis realizado por este medio.
En términos nacionales, la Fundación ANAR recoge en su estudio sobre la Conducta suicida y salud mental en la infancia y la adolescencia en España (2012-2022) según su propio testimonio, que las conductas suicidas se han incrementado entre 2019 y 2022 de un 18% a un 34% entre los menores de 13 a 17 años. Esa tendencia se mantiene al alza, de acuerdo con las conclusiones del estudio.
Las autolesiones (13,7%) y problemas psicológicos (8,7%) como la tristeza y la depresión, la ansiedad y los trastornos de la alimentación, son algunas de las formas más comunes que toman estas problemáticas.
En su consulta, Jorge Vidal también ha observado este incremento del “sufrimiento psicológico general”, que resulta “más importante en adolescentes entre los diez y 12 años, hasta adultos jóvenes, de 24 o 25 años”. Y asegura preocupado: “No creo que estemos viendo un descenso”.
Recursos escasos que provocan malos diagnósticos
Ana Pérez está convencida de que el psiquiatra recetó risperidona a su hijo debido a la imposibilidad de hacer una valoración más pausada de su caso, pero también por la carencia de recursos alternativos disponibles. Explica que no es la primera vez que le ofrecen medicación para cortar por lo sano.
Otra neuróloga le explicó que los niños con altas capacidades como Adrián “acaban siendo diagnosticados con TDHA porque en el colegio lo pasan fatal”, relata, “así que se ofreció a recetarle directamente la medicación para la hiperactividad”. “No voy a darle medicación a mi hijo porque en el colegio no sepan trabajar con él”, aclara.
Por suerte, el estatus económico de la familia de Adrián les permitió acudir a un psicólogo y a un neuropsicólogo privados, a los que el niño veía habitualmente. Los especialistas desarrollaron una estrategia para reducir poco a poco la medicación para combatir la epilepsia infantil. La nueva combinación de tratamientos evitó que Adrián tuviera que tomar risperidona.
Muchos hogares en España no pueden permitirse que sus hijos con problemas puedan acudir regularmente a consultas de terapeutas, psicólogos y psiquiatras privados. Según la Fundación Civio, en España son necesarias de media nueve horas y cuarenta de trabajo –teniendo en cuenta el salario mínimo- para pagar los 75 euros que cuesta una sesión privada de psicólogo.
Que los recursos de salud mental en la sanidad pública son reducidos es un problema conocido. En 2021, la Civio estimó que España contaba sólo con cinco psicólogos por cada 100.000 habitantes, alejado de los 20 recomendados por expertos en psicología clínica. En el caso de Madrid, el cierre progresivo de los servicios de urgencia de los centros de atención primaria ha ahondado en estas carencias.
“Estamos muy desbordados, la población reclama mucha ayuda”, afirma el psiquiatra Jorge Vidal, quien también invita a reflexionar sobre los recursos destinados a salud mental.
“Hay que cuestionar que sólo podamos ayudar a los niños y adolescentes con ansiolíticos cuando estamos ofreciendo muy poquitos recursos de tratamientos psicológicos”, reflexiona.
Con una atención psicológica muy espaciada en el tiempo, que profesionales de la salud y familias consultadas estiman en más de un mes en Madrid, “la terapia no funciona”, asegura Vidal. En este contexto “lo más barato, cómodo e inmediato son los tratamientos con medicamentos”, o incluso puede llevar a “diagnósticos sin tratamiento o un tratamiento con diagnóstico inadecuado”.
La Fundación ANAR data en un 174% el incremento de casos de menores que han requerido un tratamiento psicológico desde 2020 hasta la actualidad. Añaden que las limitaciones de acceso a los recursos en salud mental dificultan que muchos niños reciban una atención que en ocasiones puede prevenir el suicidio. Según sus datos, sólo el 44% de los niños y niñas con conducta suicida en España han recibido tratamiento psicológico.
Además, otras fuerzas influyen en la salud mental de la población, independientemente de la edad. Las condiciones materiales de las familias, la sensación de incertidumbre, el estigma o la falta de redes de apoyo afectan al sufrimiento psíquico de las personas.
En palabras de Vidal, “encontrarse mejor psicológicamente muchas veces tiene que ver más con cambios en los hábitos sociales que con el tratamiento puro y duro”.
Por ello, los profesionales consultados para este reportaje señalan las escuelas como lugares de socialización fundamentales en los que los niños deben sentirse seguros e integrados, si bien, en muchas ocasiones, termina siendo el espacio en el que comienza el estigma.
Colegios inflexibles
Tanto para Leo como para Adrián, la escuela ha sido el espacio donde han despertado algunos de sus monstruos. “Cuando un chico se pone violento, tiene un cuadro depresivo o hiperactividad suelen ser expulsados de clase, aunque la alteración de la conducta esté motivada por una cuestión psíquica,”, explica la psiquiatra Lola Vázquez.
“El colegio no está diseñado para ningún niño que se salga del nivel estándar”, confirma Alba Moreno en relación a las dificultades de su hijo en clase. Se queja de la falta de flexibilidad de las escuelas para adaptarse a las necesidades de niños con diversidad conductual. Tiene la sensación de que “les mandan con una medicación al cole para que se porten bien durante ocho horas”. “No hay otro apoyo”, lamenta.
La doctora Vázquez asegura que ante la falta de herramientas, nacida en parte por la falta de un trabajo integral de salud mental y educación, surge la urgencia de la recuperación de los niños. “Se insta a que puedan estar en clase como los demás, lo cual es bastante inviable”.
El tratamiento de las patologías mentales es generalmente largo y es necesaria una intervención que tenga en cuenta varios factores combinados: “la psicoterapia, el trabajo de los padres, la implicación de los colegios… de manera que se pueda coordinar desde diferentes ámbitos un tratamiento con intervenciones que no sólo se base en la medicación”, sentencia la psiquiatra Lola Vázquez.