Las patatas bravas son, sin duda, uno de los estandartes de la tapa en España, un plato que evoca tertulias en la barra del bar y el inconfundible sabor de lo castizo. Aunque su presencia se ha extendido por toda la geografía, adquiriendo matices y versiones para todos los gustos, hay una verdad inmutable para cualquier madrileño que se precie: la auténtica salsa brava de la capital tiene un secreto, una esencia que la diferencia de otras interpretaciones y que, para muchos, es la única digna de acompañar a unos buenos dados de patata frita. Lejos de ciertas modas o licencias creativas, la receta original se aferra a unos principios básicos que otorgan a esta salsa su carácter único, picante y reconfortante, sin rastro de un ingrediente que, curiosamente, es protagonista en muchas versiones que se encuentran fuera de Madrid.
La confusión en torno a la composición de esta icónica salsa es un debate recurrente, casi tan picante como la propia brava. Resulta sorprendente cómo un plato con un origen relativamente reciente en los bares madrileños de mediados del siglo pasado ha generado tantas variantes y malentendidos a lo largo y ancho del país. Lo que para unos es una salsa brava legítima, para otros no pasa de ser una simple salsa picante con patatas. La clave, el verdadero punto de inflexión que marca la diferencia entre lo que es y lo que no es, reside en la base de esa capa rojiza que cubre las patatas, una base que, en su formulación primigenia, rehúye de ciertos atajos culinarios para mantener una identidad propia y reconocible por los paladares más avezados en el arte del tapeo madrileño.
2EL FUNDAMENTO LÍQUIDO: EL SECRETO DEL CALDO SUSTANCIOSO

Si la salsa brava madrileña no lleva tomate, ¿cuál es entonces su base líquida, el elemento que le confiere esa consistencia particular y amalgama el resto de los sabores? El secreto, compartido por los conocedores de la receta original, reside en un caldo, preferiblemente de ave o jamón. Este caldo es el lienzo sobre el que se construirá la salsa, aportando una profundidad y un sabor umami que una simple base de agua sería incapaz de proporcionar, resultando en una complejidad que eleva la salsa más allá de una simple mezcla de picante.
La elección entre caldo de ave o de jamón no es trivial y a menudo depende de la casa o del toque personal de quien la prepara. Un buen caldo de jamón, con su punto salino y curado, aporta un carácter más recio y tradicional, mientras que un caldo de ave puede suavizar ligeramente el conjunto, ofreciendo un contrapunto delicado al picor del pimentón. Lo fundamental es que sea un caldo con sustancia, bien concentrado, pues de su calidad dependerá en gran medida el éxito de la salsa final que acompañará a las patatas bravas.